Sin tiempo que perder, por José Luis Melero

Sin tiempo que perder, de Miguel Sánchez Ostiz

José Luis Melero

Reseña publicada en Heraldo de Aragón el 28 de enero de 2010

El diario es el género más representativo, el más genuino de la «literatura del yo». El yo, escribe Sánchez Ostiz en su último dietario, Sin tiempo que perder, es lo único que nos va quedando. Y lo dice quien es, en palabras de José Carlos Mainer, uno de «los tres diaristas en lengua española más conspicuos». Efectivamente, Miguel Sánchez Ostiz es uno de los clásicos del género. Había publicado ya cuatro dietarios: La negra provincia de Flaubert(1986), Correo de otra parte (1993), La casa del rojo (2001) y Liquidación por derribo (2004). Pero además Sánchez Ostiz es autor de un buen número de libros misceláneos, de artículos y prosas difícilmente clasificables, pero que sin duda forman también parte de la «literatura del yo», de lo que ha venido en llamarse «egodocumentos»: Mundinovi. Gazeta de pasos perdidosLiteratura, amigo ThompsonLa puerta falsaEl árbol del cucoVeleta de la curiosidadEl santo al cielo y Palabras cruzadas. Con lo que, si consideráramos a este tipo de libros como parientes muy próximos al dietario -siguiendo el criterio que mantuvo Jordi Gracia en un ensayo sobre el dietarismo español contemporáneo que publicó en el Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona-, nos iríamos ya a los doce títulos publicados. Una obra diarística, por tanto, muy considerable. 

En las primeras páginas de Sin tiempo que perder encontramos los temas habituales en la obra diarística de Sánchez Ostiz: la nostalgia (de las meriendas en una de las viñas de la casa o del día de San Miguel, cuando su abuela argentina encendía en Obanos por primera vez la chimenea), el gusto por los raros (el marqués de Araciel, vidente y poeta, o Iulius Popper, buscador de oro en Tierra de Fuego, que llegó a acuñar monedas de oro -los popper- y hasta emitió un sello de correos), la pasión por la literatura (Conrad, Modiano, Melville, Boris Vian) o su trato con los libreros de viejo (por ejemplo con el librero de Bayona Gilbert Aragón, que compró la biblioteca de René Char). Y el resto del libro lo dedica Sánchez Ostiz a contarnos tres de sus viajes: a Bucarest, Valparaíso y Edimburgo. De ellos el más interesante -y quizá lo mejor del libro- es el primero, en el que el autor nos habla de la gente que vive en los panteones del Cementerio Bellu, de los niños mendigos, de los gitanos de Bucarest, de las bisericas o iglesias ortodoxas rumanas en las que se mantienen antiguos rituales, de sus 16 o 18 minorías étnicas (ningún país de Europa tiene tantas etnias autóctonas), del libro de Paul Morand sobre Bucarest (donde estuvo de embajador del Gobierno de Vichy), de los judíos rumanos, que antes de 1921 carecían de nacionalidad, o del guía de la casa-museo del poeta Ion Minulescu, que después de enseñarte la casa del poeta te vende sus propios libros. 

Los viajes a Valparaíso y Edimburgo son más breves, aunque igualmente intensos, y el libro termina cuando Sánchez Ostiz enferma y se tiene que volver a España. El libro es lúcido, apasionante, entretenido y comprometido, polémico en ocasiones, y hará disfrutar al lector de la mejor «literatura del yo». Y es un perfecto ejemplo de lo que son los dietarios de Sánchez Ostiz: universales, abiertos al mundo y a las literaturas del mundo, y a la vez íntimos y personales.

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