‘La novela de un novelista’ («Ahora o nunca», por José Luis García Martín)

Miguel Sánchez-Ostiz, en los años ochenta y primeros noventa, era uno de los nombres más destacados de la nueva literatura española. Renovó el género del diario con La negra provincia de Flaubert, abriendo el camino que luego seguirían otros nombres de su generación como Andrés Trapillo o José-Carlos Llop; cultivó con fecundidad y brillantez el artículo literario; ganó el premio Herralde de novela; destacó como poeta. Era un escritor todo terreno, dueño de un mundo propio, imaginativo y erudito.

            No ha dejado de escribir y de publicar (apenas hay año en que no aparezcan dos o tres nuevos libros), pero su figura literaria ha virado de la centralidad a la marginalidad. De las editoriales con presencia en el mercado y en los suplementos culturales —Anagrama, Seix Barral, Espasa-Calpe—, ha pasado a otras independientes y poco visibles, como la Pamiela de sus comienzos, dispersas por los más diversos lugares.

            A ese hecho, a ese desmoronamiento de la cima a la sima, vuelve una y otra vez en Ahora o nunca, su último diario publicado, que se corresponde con el año 2016. La razón parece encontrarla en la publicación de Las pirañas (1993), una novela contra la corrupción política e inmobiliaria en la que se reconocieron algunos personajes o personajillos de su natal Pamplona y que motivaría incluso una agresión contra su persona. No sería la única. En este diario se refiere a otras y en una de sus colecciones de artículos, Palabras cruzadas, encontramos este sorprendente párrafo: “El caso es que uno de los personajes de mi novela Un infierno en el jardín, un adolescente sin futuro o sin otro futuro que ser un parásito y un hampón que vende mierda pura en las discotecas de la zona, y que tenía la vaga pretensión de que en mi novela había hablado de él o de la punta de macarras que son su familia y sus amigos y los amigos de su familia y demás parientes e interesados, me estaba esperando en la calle de la urbanización famosa con un bate de béisbol para partírmelo en la cabeza o partirme la cabeza con el bate”. ¿Uno de los personajes de su novela le agrede en la realidad porque pretende que en la novela se ha hablado de él? Misterios de la autoficción.

            Miguel Sánchez-Ostiz parece haber pasado de la vaga y amena literatura de sus comienzos a cultivar el improperio a la manera del austriaco Bernhard o del colombiano Fernando Vallejo y algunos de sus paisanos han tenido menos paciencia que los de esos escritores. Pero quizá las razones de las broncas y enfrentamientos de Sánchez-Ostiz con sus vecinos —en este diario hay algunas muestras de ellas—  no sean solo literarias.

            En Ahora o nunca abundan las referencias a su escritura diarística, a veces con desusada impiedad: “Escribir un auténtico diario es abrirse uno mismo, asomarse, ponerse en claro, y eso no creo que lo haya hecho nunca. Naderías, poses, balbuceos y jeremiadas. No lo he utilizado para reflexionar, sino para dejar el huevito, me temo, la cagalita. Franqueza con uno mismo, difícil franqueza esa”.

            Es un diario este escrito, para decirlo a la manera barojiano, “desde la última vuelta del camino”. Como afirma Gil de Biedma en una famoso poema, envejecer y morir se convierten en el argumento de la obra.

            La madre de D., la compañera del autor, muere y el padre ha de ser ingresado en una residencia. Pocas veces se han escrito páginas tan desoladoras sobre lo que supone desalojar una casa y buscar un “moridero”, uno de esos lugares terminales en los que toda desolación tiene su asiento. 

            No, no son fáciles de leer estas páginas escritas sin trampa ni cartón, a pesar de todas las dudas del autor sobre la sinceridad de los diarios, sobre lo que hay de pose literaria en la mayoría de ellos. Sánchez-Ostiz está entero y verdadero, con sus luces y sus sombras, en unas páginas que no ahorran exabruptos ni jeremiadas, pero en las que también hay lugar para los paseos por el valle del Baztán, donde vive (qué sugerentes sus breves pinceladas paisajísticas), y para las rememoraciones de Bolivia, un país que visitó frecuentemente y al que ha dedicado más de un libro.

            Hay también un viaje a París, en el que el hoy se mezcla con los recuerdos de otros viajes juveniles, y un constante ir y venir a Biarritz y Bayona. No faltan las visitas a librerías de viejo, los hallazgos en mercadillos, las evocaciones de personajes noveleros, de sombras a lo Patrick Modiano. También está presente Baroja, del que se nos revela uno de esos secretos que motivaron la ruptura de Sánchez-Ostiz con la familia del escritor, después de haberle dedicado tantos estudios importantes.

            En estos últimos años, tras su ruptura con el medio literario oficial, Sánchez-Ostiz se ha convertido en un asiduo de la redes sociales, que le han permitido seguir en contacto frecuente con lectores y detractores. Contra ellas arremete a menudo en el diario: “No eres tú quien maneja la red, sino la pieza cobrada sin otro arte que el haberte dejado atrapar por señuelos varios, y el tiempo vuela”. Tienen, ciertamente, sus ventajas, pero también importantes inconvenientes: “Antes escribía libros siguiendo un proyecto que requería atención e intensidad. Ahora escribo tuits, post, fragmentitos de no sé qué que llamo ‘diario volátil’ por llamarlo de alguna manera…, pompas de jabón, aerolitos que se pierden en la niebla de la Red”.

            Escribir un diario, si es algo más que un artificio literario, supone darle armas al enemigo. Si los detractores de Sánchez-Ostiz leyeran estas páginas encontrarían abundantes argumentos para denigrarle. Frente a sus espléndidos artículos de la primera época —los recogidos en Las estancias del Nautilus, de 1997, por ejemplo— los que escribe ahora en diarios digitales o locales “salen solos, basta un repaso de titulares o de repique de redes sociales”, y por eso se disipan con la efímera actualidad.

            Comentarios de actualidad, sobre los desmanes de la derecha, los sanfermines o los sucesos de Alsasua, hay bastantes en este libro, en esta novela de un novelista que nos atrae y nos rechaza casi en cada página, pero que no pierde nunca ese encanto descabalado de los últimos textos barojianos.

*** José Luis García Martín en su blog «Crisis de papel», 13.9.2022

Moriremos nosotros también… y Miguel Sánchez-Ostiz seguirá ahí, por Txema Arinas, en Baobab,

Moriremos nosotros también
y Miguel Sánchez-Ostiz
seguirá ahí

9 junio, 2021

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Moriremos nosotros también

Murieron nuestros padres y está claro que moriremos nosotros también, cada cual de lo suyo, de rabia, de asco, de no tener dinero para seguir viviendo, de alguna de las viejas siete plagas o de alguna de las miles que bullen en lo profundo de las selvas o en laboratorios criminales de última generación –que sí, que de acuerdo, que también somos conspiranoicos– porque aquí, en esta tierra de Caín, lo que cuenta son mis muertos, tus muertos, esos que están siempre en el aire, haya pasado el tiempo que haya pasado (…).

Moriremos nosotros también – Miguel Sánchez-Ostiz

Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es, sin lugar a dudas, uno de los escritores españoles en lengua castellana con una de las trayectorias literarias más importante e impresionante desde el último cuarto del siglo XX hasta nuestros días. Su bibliografía demuestra que no hay nada de exageración en los adjetivos utilizados: 22 novelas, 11 poemarios, 18 diarios, dietarios o recopilaciones de artículos, 19 ensayos o crónicas. Por si fuera poca tamaña obra, Miguel Sánchez-Ostiz también ha sido galardonado con varios de los premios literarios más importantes del país: el premio Herralde de novela 1989 con La gran ilusión, el premio Los Papeles de Zabalanda 1996 por su novela Un infierno en el jardín, el Premio Nacional de la Crítica 1998 con la novela No existe tal lugar, el Premio Príncipe de Viana de la Cultura 2000 por el conjunto de su obra literaria y por su trayectoria personal, y en el 2010 el premio Euskadi de Literatura en su modalidad de Ensayo por la obra Sin tiempo que perder (2009). No obstante, si hay un libro por el que Miguel Sánchez-Ostiz alcanzó en su momento la notoria relevancia que hizo que su nombre estuviera en boca de cualquiera que tuviera una mínima sensibilidad por los libros, ese fue las Las Pirañas, 1992, probablemente el retrato más certero y atroz de toda una generación y una época, cuyos coletazos todavía sufrimos todos. Se trata, pues, de un currículo que no deja lugar a dudas de que tratamos de uno de los grandes escritores contemporáneos en lengua española. Entonces, se impone una pregunta, la cual dudo si calificar de capciosa o cómo. Si este, repito, importante e impresionante currículo literario de Miguel Sánchez-Ostiz demuestra que su obra está a la altura de cualquiera de los grandes nombres de la literatura española que se citan al hablar de los escritores en lengua española de su tiempo, y eso sin olvidar que MSO consta en muchas páginas de los libros de Historia de Literatura Española que se estudia en los colegios, y aquí me voy a ahorrar citar ninguno porque, para el caso, vale cualquiera que en este momento pueda tener el lector en mente, por qué, dejando a un lado un nutrido grupo de iniciados en la Literatura con mayúscula, esto es, al margen de las listas de ventas de libros anuales o las campañas promocionales de estos en los suplementos literarios de relumbrón, tú, lector más o menos ocasional pero que dices estar al tanto de lo que se publica y que procuras leer todo lo que te dicen que merece la pena, probablemente no habrás oído hablar de Miguel Sánchez-Ostiz hasta llegar a estas líneas. La respuesta inmediata y de rigor sería porque su nombre parece haber desaparecido de los grandes titulares en la sección de cultura de los medios que se suponen dignos a ser tenidos en cuenta por su tirada, supuesto prestigio o, siquiera ya solo, repercusión en número de likes en las redes y por el estilo. Por eso o porque, confiésalo, eres uno de esos lectores que solo lee los libros que publican las editoriales de los dos o tres grupos empresariales del sector que copan la práctica totalidad del mercado, o lo que es lo mismo, los que, al igual que hacen en los suplementos literarios, copan con sus libros la inmensa mayoría de los escaparates de las librerías del país- Así sería, sobre todo si no tienes la suficiente edad para haber podido acceder a los libros de MSO cuando todavía eran publicados por editoriales como Sex Barral, Anagrama o Espasa, razón por la que ni te suena haber visto publicitado un libro de MSO de no ser que vivas en Navarra o alrededores, es decir, donde la pequeña editorial pamplonesa que publica los libros de MSO -si bien también sigue publicando esporádicamente con otras editoriales de tamaño medio como Alberdania, Limbo Errante, La línea del Horizonte, Espuela de Plata, Renacimiento- consigue colocar sus libros a la vista del lector potencial. De hecho, e insisto, si eres uno de esos lectores que apenas se aparta del escaparate físico o mediático copado por las novedades literarias de los grandes grupos editoriales, se podría pensar que Miguel Sánchez-Ostiz se esfumó de la palestra literaria como tantos otros de su época, que fue condenado al ostracismo del parnaso literario por quién sabe qué motivo, e incluso que dejó de escribir de la noche a la mañana. Sobre lo primero ha sido el propio escritor quien ha dejado bastantes pistas en sus diarios o dietarios, entrevistas y otros escritos. Así pues, pienso que es a él mismo a quien hay que recurrir para que cuente, si es que en realidad habría que contar algo, por qué se esfumó o lo esfumaron del supuesto olimpo de los escritores cuyo cada nuevo libro suele ser recibido casi en olor de multitudes mediáticas, es decir, con los correspondientes grandes titulares a los que me refería antes en la prensa llamada generalista, y que a mí me dan ganas de denominar madrileña y para de contar. Sin embargo, es lugar común entre los que intentan explicar este caso tan particular, pero para nada raro, en la Literatura Española, de escritor de éxito, más o menos mediático o de prestigio, apartado de este mismo en extrañas circunstancias, y aludiendo casi siempre a la feroz independencia del autor, su aversión a comulgar con las ruedas de molino de las modas, esto es, estilos, temáticas o cualquier pijada editorial de cada momento, la incomodidad que provocaba y provoca el ejercicio libre de su conciencia como escritor y ciudadano. Puede que fuera eso, no lo sé, eso ya insisto que lo cuente él, puesto que, sea lo que sea, dudo mucho que se trate de algo tan prosaico como un balance de ventas, un enganche con un mandamás de la cosa editorial, siquiera un adjetivo mal puesto, o, todo lo contrario, o cualquier otra cosa por el estilo. Sobre lo segundo, sin embargo, no cabe ninguna duda de que no es cierto; Miguel Sánchez-Ostiz no solo no ha dejado de escribir y publicar, sino que además lo ha hecho con una frecuencia y una enjundia extraordinaria, puede que incluso apabullante en el mejor sentido del término. Tal es así que su producción literaria posterior a esa supuesta o no defenestración editorial no solamente no ha mermado su calidad, sino que incluso ha ido a más, quién sabe si gracias a la también hipotética independencia que ofrece saberse ya fuera del foco mediático al uso. De ese modo, MSO ha seguido escribiendo, tanto una de las colecciones de diarios, dietarios y libros de viajes más sobresalientes y originales de nuestra época, como novelas de la talla de Cornejas de Bucarest, 2010, Zarabanda, 2011, Perorata del Insensato, 2013 o Diablada boliviana, 2017. Tampoco puedo dejar de mencionar la repercusión obtenida por el ensayo o crónica de la represión franquista en la retaguardia navarra, El Escarmiento, 2013, y El Botín, 2015, a mi juicio uno de los trabajos sobre el tema de la memoria histórica más minuciosos y emotivos que se ha escrito nunca, probablemente porque tiene más de acercamiento a unos hechos tan luctuosos por parte de un escritor, el cual ante todo es un testigo a toro pasado de lo que ocurrió entonces y como tal lo relata sin ahorrarnos sus impresiones y sentimientos, que de mera, por muy rigurosa que pueda ser, labor de campo en manos de un historiador para el que la exposición pormenorizada de unos hechos históricos siempre debe ser lo más objetiva y hasta fría posible. Por si fuera poco, y como ejemplo de lo anteriormente dicho acerca de la fecundidad literaria de MSO, en este año de pandemia, 2021, ya tiene tres novedades en el mercado: una reedición debidamente corregida y ampliada de Pío Baroja a escena, reeditada por Renacimiento, una recopilación de artículos barojianos, Otoñal y barojiana con Chamán Ediciones, con la que se despide de Baroja para siempre, y un “artefacto literario”, o como se le quiera llamar a este delicioso libro donde la ficción y la realidad se mezclan a modo, publicado por Pamiela y llamado Moriremos nosotros también. Es de este último libro del que hablaremos a continuación.

Tengo para mí -he aquí un guiño explícito para iniciados en MSO- que Moriremos nosotros también, la última obra estrictamente literaria de MSO publicado en 2020, es el culmen de una escritura que, en 1992 con la publicación de la ya mentada Las Pirañas, tomó un giro radical desde unos postulados, digamos que “modianescos”, los cuales parecían caracterizar sus primeros libros, y puede que dicho de un modo muy temerario por mi parte, que supuso una verdadera ruptura con el estilo directo por no decir simplón, melancólico por no decir lánguido, obsesivo por no decir reiterativo, de Patrick Mondiano. A decir verdad, con Las Pirañas parecía que MSO se había quitado de encima ese corsé del preciosismo literario gabacho tan en boga por aquella época, como si hubiera frecuentado las malas compañías de un Joyce o un Celine, y estos le hubieran convencido de que la cosa va de que fluya sobre el papel el demonio que todo escritor que se precie lleva dentro. Eso y escribir con toda la libertad del mundo, según le lleve a uno el pulso de su pluma, o ya más bien el de las yemas de los dedos sobre el teclado del ordenador. De ese modo, si Las Pirañas son un largo monólogo torrencial donde la sombra del Ulysses de Joyce parece estar presente la mayor parte del tiempo, una narración donde MSO demostró un manejo extraordinario del castellano que sorprendía por la riqueza de su léxico culto y coloquial, incluso local o dialectal, un manejo del ritmo capaz de convencer a cualquier lector para que se echara encima, y casi de tirón, más de cuatrocientas páginas en permanente estado de tensión, también tengo la impresión de que, aun habiéndonos regalado magníficas novelas como Un infierno en el Jardín (1995), No existe tal lugar (1997), El corazón de la niebla (2001), Cornejas de Bucarest (2010), una selección de completamente aleatoria entre más de veinte títulos, el autor ha tenido que esperar, consciente o no, quién sabe, hasta sus más recientes novelas, o como él quiera llamar a lo que a veces tilda de artefacto literario, esperpento o simple desbarre, para volver a disfrutar de esa sensación de escribir solo al dictado de su ingenio literario, y no tanto de lo que intuye que puede gustar a nuevos lectores de acuerdo con las modas del momento o cualquier otra consideración extraliteraria porque, para qué engañarnos, esa parece ser la obligación de todo escritor que aspira a seguir siéndolo: tener contento a su editor. Así pues, y tal como ya ha declarado en más de una entrevista el propio autor de alguna u otra manera, llega un momento en el que se hace cuesta arriba empeñarse en que sigan subiéndose al barco pasajeros que ya no están por la labor, da igual la razón, si porque no se llega a ellos con los escasos medios de la pequeña o mediana editorial incapaz de competir con las grandes y su ubicuidad mediática, o porque los gustos literarios han cambiado tanto, y por supuesto que para peor, que todo lo que no sean frases cortas, vocabulario mínimo como para peatones y la santa triada de planteamiento, nudo y desenlace, espanta a unas generaciones que cada vez leen menos y yo diría que hasta mal, mucha trilogía de éxito y así, y en el caso de que todavía alguno frecuente de verdad la literatura, pues eso, lo que mande Anagrama; Busquets, Seix Barral y compañía. De ese modo, mejor seguir remando con los pasajeros que ya están abordo, y si hay suerte de que todavía quiera subirse alguno, porque nunca hay que descartar que, siquiera por influencia de los que ya están o acaso por líneas como estas, pues mucho mejor para él o ella.

De ese modo llegamos, por fin, a Moriremos nosotros también, libro que el autor califica de desbarre y fuga, lo cual ya nos refiere a La Fuga/Saga de J.B de Gonzalo Torrente Ballester como posible fuente de inspiración para estas páginas donde parece que se habla sin ton ni son de todo, aunque de lo que se habla es en realidad de todo lo que nos rodea, lo que nos ha pasado y está pasando, lo que puede que no quiera hablar nadie porque es demasiado pronto para que deje de ser tan doloroso y por eso es mejor echarle literatura, mucha, disfrazarlo pero no tanto, en realidad nada. De ese modo, la ciudad de todos los demonios que aparece en el libro, Torresmotzas de Baruglio, es un homenaje explícito al Castroforte del Baralla de Torrente Ballester. Y del mismo modo también aparecen personajes como Matías, Lambroa, Paquito Arizcun, Gezurtegi, Basurde, Potzolo y muchos más a los que parecería que solo se les ha cambiado el acento y la época, el paisaje y el paisanaje, porque no son muy distintos de esos otros que aparecen en la obra más rompedora y personal del escritor gallego. Personajes que frecuentan una maravillosa taberna llamada La Huerta de Larequi donde corre el vino con ganas y las conversaciones entre sus parroquianos constituyen las voces vinosas que pueblan el libro, conversaciones que nos remiten a otro gallego, Valle-Inclán, por el tono esperpéntico que adquieren muchas de ellas a tenor, no tanto del vino trasegado, como del recuento de lo vivido y lo que todavía se está viviendo en esta época que nos ocupa. Así pues, los guiñoles borrachos de la Huerta de Larequi nos ofrecen un disparatado ejercicio de memoria bajo un título Moriremos nosotros también tomado del último verso, apócrifo, de la adaptación del Oriamendi compuesta por Ignacio Baleztena, el himno carlista por excelencia, que la costumbre popular sustituye por el Lucharemos nosotros también. Un título que de ese modo nos remite en lo geográfico e ideológico a una gente cuyos padres y ellos mismos acostumbraban a cantarlo en todo tipo de saraos, farras más bien, donde el entusiasmo beodo acostumbraba a desembocar en exaltaciones de fratria rojigualda con aguilucho y sobre todo boina roja, personajes que pueblan también las páginas de los libros que el autor dedicó en su momento a la memoria histórica de su tierra, El Escarmiento y El Botín, dado que son los verdugos y sus descendientes, más o menos camuflados, con los que nos volvemos a encontrar, claro que tratados ahora desde el prisma de las voces deslenguadas de unos personajes literarios. Por eso mismo, más que una fratría, hermandad o partido, se diría que estamos hablando de toda una clase social, la de los vencedores de la Guerra Civil con sus hijos y nietos, los cuales mangonearon y mangonean a su gusto, no solo en esa Torresmotzas del Baruglio que nadie se le escapa que es un trasunto de Pamplona, otra más de las ciudades imaginadas que pueblan el territorio mítico del escritor como aquella de Umbría o el valle de Humberri, sino en toda España, y ya muy en especial en esa Villa y Corte donde los Cayetanos solo son la versión más patética, ridícula y odiosa de la clase en cuestión. Una caterva de personajes repulsivos y fascistoides -perdón aquí por la tautología- a los que se les unen esos otros que en su momento militaron en todos los ismos de la izquierda revolucionaria o el abertzalismo más furioso de la época para, con el paso del tiempo y sobre todo como consecuencia de sus empeños en labrarse un futuro a favor de dónde mejor soplara el viento, acabar engrosando las filas de la reacción más pura y dura que, de alguna u otra manera, también podría entonar, sin que se les caiga la cara de vergüenza porque su trayectoria acredita que no la tienen, el Moriremos nosotros también.

“Lanbroa.- Pero me alegro de que me haga esa pregunta, caballera. Ninguna. No más que mi vecino, no más que el que tiene el poder de mano y pontifica como le viene en gana sobre buenos y malos, no más que el que larga o revienta. Solo soy un memorioso que quiere poner las cosas en claro y soltar lastre, sin más, y dar todo lo vivido por bueno, incluso lo que fue torcido. No acuso recuerdo y, como mucho, me defiendo de todo aquello que considero dañino, sabiendo que es en balde y que estas palabras es más posible que no vayan a ningún lado y sigo con el recuerdo de aquellos felices ochenta…”

En cualquier caso, todos irán a parar a la picota imaginaria que brota del repaso tan implacable como divertido que hacen las voces de los parroquianos de La Huerta de Larequi. No obstante, y como no resulta elegante poner en dicha picota a otros sin hacer otro tanto con uno mismo, el autor también se subirá a ella en lo que es el ejercicio de memoria más emotivo de todo el libro, una autocrítica inusual en estos lances y probablemente también las líneas más crudas de todo el libro, vitriólicas, que es adjetivo que me gusta meter por cojones en las reseñas de MSO.

Todo era ETA y yo no lo sabía, yo a lo mío, a tocarle los cojones a la banda de Oteiza, la del arrebuche de su herencia maliciosa, a la de la mofeta de Estella y su tropa de granujas, a los tribunales madrileños, a los autóctonos, a los rastacueros con mando en plaza, a los chaqueteros y a los ladrones… Bah, unos años después, humo. Imagino que cuando vieran el extracto mensual de su banco se partirían el culo de la risa. Tiempo perdido. Eso es pasado y el presente parece irremediable. Debería haberme alistado en algún banderín de enganche. Bueno, en el único que había auténtico, y a batir palmas y hasta las orejas con todo lo que dijeran Savater y sus cuadrilleros, pero no, hay gente a la que no le darías la mano jamás, porque no podrías, y además tú no aguantarías un minuto en esa tripulación.

De modo que he aquí la última entrega de un escritor harto singular y, sobre todo, extraordinariamente dotado para el oficio por su erudición y su manejo del vocabulario de todo tipo, dueño de lo que debería ser conditio sine qua no para ser tildado de escritor con todas las letras y no un simple pergeñador de libros de mayor o menor éxito para consumo de lectores poco o nada exigentes, siquiera esporádicos como ya parecen ser casi todos. Me refiero, claro a está, a un estilo único y perfectamente reconocible, intransferible que se dice, la razón última para seguir escribiendo, para que merezca la pena hacerlo. Una escritura que, como él mismo reconoce, no está hecha para agradar a todos, pero sí a muchos que se quieran acercar a ella sin prejuicios y puede que también con algo de complicidad. En cualquier caso, un escritor de raza que afortunadamente no ha tirado la toalla a pesar de tenerlo todo en contra, como que es más probable que todos los demás nos muramos antes, también, que él deje de escribir.

Un robinsón en la isla de Juan Fernández, por Isidro Martínez García

Un robinsón en la isla de Juan Fernández

Presidio de Juan Fernández. Claudio Gray.

Recién leída la tetralogía juvenil de Juan Madrid (1947) dedicada a los Recuerdos de piratas (1996-2010), he dado casualmente con un libro de viajes del pamplonés Miguel Sánchez–Ostiz (1950) con sugestivos título y portada: La isla de Juan Fernández. Viaje a la Isla de Robinson Crusoe (2005).

Imposible sustraerse a lectura tan prometedora de los irresistibles ingredientes oceánicos anunciados en esta crónica viajera: exóticas islas, exploraciones marinas, leyendas de piratas y náufragos, etc.

Después de tantas ensoñaciones infantiles por la geografía de los Mares del Sur en atlas escolares y en lecturas de StevensonMelvilleJack LondonJoseph Conrad etc., ¿cómo no abrir ávidamente las páginas de un libro con semejante título? 

¿Viajar a las islas de Juan Fernández, Guam, Carolinas, Marianas, Palaos, Célebes, Pitcairn, etc? ¡¡Por supuesto!! ¿Cómo no enrolarse en tan incitante literaria singladura? El mismo Sánchez-Ostiz reconoce en su crónica que: “El viento que soplaba al principio, antes de llegar, en las velas de estas páginas y en las del viaje que las alienta es el de la literatura…”

Literatura oceánica, por cierto, escasamente cultivada en nuestra lengua, pese a las increíbles aventuras de los marinos españoles surcando el inmenso Pacífico: Elcano, Loaisa, Urdaneta, Legazpi, etc.

Valga como ejemplo de esto último que la única referencia literaria que conozco al descubridor español de los Mares del Sur,  aparezca en el soneto “On First Looking into Chapman’s Homer”de John Keats, donde compara el deslumbramiento de la lectura de Homero al primer avistamiento del Pacífico a cargo de Hernán Cortés (en realidad, el verdadero personaje histórico que realizó tal hazaña fue Vasco Núñez de Balboa): “Then felt I like some watcher of the skies / When a new planet swims into his ken; / Or like stout Cortez when with eagle eyes / He stared at the Pacific…”

Sánchez-Ostiz se encarga en su texto de aclarar la doble denominación que la isla visitada recibe en el título de su obra. El archipiélago de Juan Fernández se compone principalmente de dos islas que en 1966 cambiaron su nombre: la mayor Más a Tierra pasó a llamarse Robinson Crusoe y la menor Más Afuera se convirtió en Alejandro Selkirk. Ambos nombres aluden a la vinculación del archipiélago con la famosa obra de Daniel Defoe, ya que Selkirk fue un náufrago en la isla Más a Tierra cuya historia real inspiró la peripecia literaria de Robinson Crusoe.

La obra de Sánchez-Ostiz es un libro de viajes en el que se alternan anécdotas y descripciones de la isla actual con el repaso de sus episodios históricos, leyendas y figuraciones literarias. Ambos aspectos del libro suceden sin un preciso orden cronológico. Las anotaciones biográficas del viajero se suceden sin indicación alguna de fecha ¡ni año!, las referencias a la atropellada historia de la isla  igualmente se acumulan de forma igualmente casual, según van llegando a noticia del curioso autor, quien describe su método de redacción del siguiente modo: “Mientras termino de escribir estas cosas al ritmo de irlas descubriendo poco a poco…”

Entre noticias de la vida diaria del viajero y la erudición sobre la isla de la que va haciendo acopio, una parte sustancial del libro se dedica a sabrosas observaciones personales sobre variados asuntos: las llamadas “genealogías recreativas”, el robinsonismo, los motivos del viajar, etc.

Sánchez-Ostiz hace uso de una voz con una potente personalidad, de un lenguaje directo con un personal equilibrio entre expresiones cotidianas y léxico literario. Se muestra subyugante narrador de estirpe barojiana, ágil ensayista, franco anotador de sus introspecciones, delicado en poéticos comentarios y observaciones. Sirva como ejemplo de esto último la descripción de cómo el rescate de una nave sumergida en el fondo de la bahía frente a la isla ofrecería “la visión fantasmagórica del casco del galeón conforme iba emergiendo de la arena y saliendo a la luz cenital del agua envuelto en la nube de arena finísima y de los enseres desfigurados por el agua y las formaciones minerales”

Sin ninguna división en capítulos, sólo con una mínima separación entre apartados de desigual extensión, a lo largo del libro se desarrollan en continuo flujo noticias sobre las andanzas del viajero, sus reflexiones a pie de obra y sus averiguaciones sobre la marcha en torno a historia y leyendas.

Todos estos ingredientes en abigarrada y caótica mezcla, a la barojiana manera del cajón de sastre, ofrecen una impresión de espontánea y palpitante vitalidad, lejos de la crónica periodística o del reportaje de viajes. La isla de Juan Fernández puede así leerse, en definitiva, como una peculiar novela con múltiples relatos interpolados, con confesiones íntimas propias de un diario, etc. 

El estimulante relato de las aventuras marinas en torno a la isla constituye, sin duda, uno de los principales alicientes de esta obra de Sánchez-Ostiz: la historia del náufrago Selkirk abandonado en la isla durante el período 1704-1709, el tesoro de la corona española escondido por el vasco Juan Ubilla en 1714, los viajes del pirata Shelvocke, la expedición de lord Anson en 1741, la increíble voladura del Unicorn con su tripulación a bordo a cargo del capitán Cornelius Patrick Webb en 1761, los años de colonia penitenciaria, la visita de la aguerrida Mary Graham en 1823, etc… La isla ofrece un cofre rebosante de historias inauditas.

No menos sugerentes resultan las figuraciones y menciones literarias de la isla que Sánchez-Ostiz evoca aquí y allá: “The Rime of the Ancient Mariner” de Coleridge, el poema “Alejandro Selkirk” de Borges, la peripecia del capitán Delano Amasa en el relato Benito Cereno de Melville, la novela Más Afuera (1930) del chileno Eugenio Fernández Rojas (1903-1976), etc… ¡¡incluso un personaje de Pío Baroja recaló en la isla en La estrella del capitán Chimista (1930)!!

No se olvida tampoco Sánchez-Ostiz de mencionar otras recreaciones literarias del famoso náufrago de Crusoe en nuestras letras: la novela La isla de Robinsón (1981) de Arturo Uslar Pietri, la fantasía literaria La famosa noche de Robinsón en Pamplona (1929) de Rafael Sánchez Mazas

Buscando una historia bonita

Buscando una historia bonita

Sábado, 19/Nov/2011 Gregorio Morán La Vanguardia

De nada ha servido llevar varias semanas diciéndome que llegaría un sábado campanudo en el que debería escribir sobre las setas, los otoños, las lluvias, la ternura, el fuego del hogar y las castañas, sí, también las castañas. Tengo una mala relación, desde la infancia, con las castañas. He comido tantas, y de una manera tan sosa y repetida, que aún es el día que debería reencontrarme con las castañas. Bien hechas y en puré es un delicioso acompañante de la caza. Hubo una época en que era capaz de hacer quinientos kilómetros por una becada, pero desde que la han convertido en un chupa-chups correoso, ni me muevo.

Pensé en la caza y las castañas, pero me pareció ridículo. Confío que la crisis se llevará toda esa caterva de fantasmas de la cocina, que aúnan su condición de comentaristas egregios con la de divertidos trepadores sociales. ¿Ustedes han sido capaces alguna vez de leer los textos que acompañan a los vinos, sin una sonrisa? ¡Literatura de época! Pero me equivoco y probablemente ellos serán de las pocas cosas que sobrevivan, igual que los bufones sobrevivieron a las monarquías absolutas

Semanas pensando en un tema hermoso que culminara esta jornada de Reflexión, Día de Acción de Gracias de la Democracia, y debo reconocer que he fracasado. Primero pensé en una novela. Un libro impresionante, por su calidad literaria, que me permitiera explayarme. El primero que pensé fue en Zarabanda, de Miguel Sánchez-ostiz. Un título hermoso, casi festivo. Pero cuando me puse a desarrollarlo me encontré que debía explicar que Sánchez-ostiz es uno de esos escritores que tienen el insólito mérito de escribir libros que aumentan la lista de sus enemigos y reducen el número de sus lectores. Sin contar con lo enjundioso que le debe resultar el encontrar editor, porque después de haberlo hecho hace años con los grandes –los que ponen y quitan genios de la literatura–, ha pasado a hacerlo con otros más modestos; dignos, pero humildes de todo, hasta de solemnidad.

En fin, que me metía en el lío de explicar que está editado por Pamiela, pero además, si le dedicaba el artículo, debía desarrollar, quizá por lo menudo, que se trata de una historia siniestra de personajes que se creen muy divertidos, y que inevitablemente me metía en la sociedad vasco-navarra, que es como uno de esos misterios sagrados, que son al tiempo diferentes y parecidos. Cosa del todo impropia en un día como hoy, porque de poco vale luego salir diciendo que se trata de uno de los textos más rotundos y elaborados que se han publicado este felicísimo año de crisis y buena cocina Michelin, sino que además es improbable que alguien se entere de que ha sido editado.

Rechazada pues la pormenorización de la magnífica Zarabanda de Sánchez-ostiz, por comprometido, pensé en algo completamente diferente. Un texto seco y sentido de un escritor al que sigo como perro fiel –lo suyo sería escribir “sabueso”, que queda más fino– pero reconozco que lo mío por John Berger es una querencia casi animal. Ya sé que no está en las listas, pero como en los chistes malos, dado que las listas las hacen las tontas, hemos de admitir nuestra condición de sedentaria minoría, sin vergüenza de serlo. Autor de culto, se dice ahora, para designar el que no vende una escoba; pero será el que lean nuestros nietos, si es que sobreviven a la estupidez ambiental, que en esto no me queda más que ser optimista.

John Berger es como un referente –otra expresión aplastante, que intimida– del mundo anglosajón, e incluso fuera, y me parecía interesante, hasta hermoso, explicar cómo un hombre que había hecho libros como Puerca tierra o G. –sencillamente G.– construye una minúscula obra maestra de poquitas páginas, magníficamente editadas por Abada Editores. Pero no es fácil dedicarle un artículo a un texto cuyas primeras líneas son: “Debería comenzar por cómo lo quería, de qué manera, con qué tipo de incomprensión. Y cuánto”. Y por si fuera poco, titulado El toldo rojo de Bolonia. ¡Rojo y de Bolonia, con la que está cayendo! Se entendería como una provocación y una solapada insinuación.

Confieso que lo que más trabajo me costó evitar fue la historia de Lise Bonnafous. Habló de ella aquí Pi de Cabanyes. Lo tenía todo para dejar al lector sobrecogido y perplejo, y más porque es real. Estamos tan metidos en lo nuestro que se nos escapan las historias de ahí al lado, de Béziers, en la Francia vecina. El periodismo se muere cuando la gente deja de interesarse por lo que le ha ocurrido a la señora del barrio, que acaban de llevar en una ambulancia, y que a lo mejor ha dejado gatos, sobrinos, la tele encendida y el gas abierto. El autismo social no lee periódicos.

Una de esas historias que marcan. Además ocurrió apenas hace unas semanas, el 13 de octubre, cuando Lise Bonnafous, veterana profesora de matemáticas en el instituto Jean Moulin, de Béziers, decidió denunciar de la manera más drástica el acoso al que se veía sometida por el llamado nuevo mundo de la enseñanza, según el cual los alumnos pueden interrumpir tu clase cuando les pete, los padres te denuncian porque consideran que eres demasiado dura con sus retoños, y los compañeros y las instituciones consideran que te tomas las cosas demasiado en serio. Con el rigor que otorga la veteranía de no haber hecho otra cosa que estudiar para superar la pobreza y la ignorancia, y convertirse en profesora de chavales como había sido ella, descubrió que a sus 44 años no tenía otra posibilidad que la de inmolarse para demostrar que así no había futuro.

Me hubiera gustado contar su calvario, su pasado, su vida, su entrega, su soledad, porque es una historia hermosa dentro del espanto que imprime su final, pero lo dejé porque se hubiera podido interpretar como lo que es, una denuncia. Así que me decidí por no contar los detalles propios del caso, como se hacía antaño; el momento en el que, con todos los chavales en el patio, se echó el frasco de gasolina y se prendió fuego. Por la mañana había avisado a la dirección del centro que sólo daría la primera clase. Entiendan que es el tipo de historia que ayuda a la reflexión pero posiblemente se consideraría demasiado escorada electoralmente.

Al final hube de quedarme con la más singular de las historias, la que nunca hubiera imaginado que me diera para un artículo y mucho más. Me preguntaba en la pasada ocasión si la historia de Nanni Moretti y su Papa dimisionario era algo único. Amigos sabios y lectoras atentas me iluminaron. Y sucede que sí, que hubo uno muy comentado, allá por el siglo XIII, que renunció a los cuatro meses. Se llamaba Celestino V y fue un personaje tan apasionante que convierte lo de Moretti y su cardenal Melville en un juego de niños.

Pero comprenderán que una cosa es una jornada de reflexión y otra construir un relato truculento sobre aquella épocas que los historiadores de la Iglesia denominan “siglos tenebrosos”. El anacoreta Pietro de Morrone, que llegó a Papa gracias a una oportuna profecía y a la espada del rey de Nápoles, no dimitió, concepto moderno, inadecuado. Le forzó el cese quien sería su sucesor, Benedicto Galeani, que consiguió el papado en una sola sesión de cónclave. Un tipo singular el tal Galeani que se consagraría como Bonifacio VIII. Pero he de quedarme aquí, porque si sigo con esta historia me arriesgo a meterme en apreciaciones que afectan a las convicciones de partidos que hoy reposan, vísperas de la consulta. No obstante, puesto a reconocer precedentes menos historiados, hubo otro más obvio, pero bastante menos literaturizado. El papa Benedicto IX, en el siglo XI, cesó voluntariamente al vender el cargo a su padrino, el arcipreste Juan Graciano, que sería conocido luego como Gregorio VI.

Es lo que tiene ponerse a rebuscar; que creemos hacer erudición y acabamos metidos en un berenjenal poco oportuno en día tan señalado. En fin, el reconocimiento de un fracaso: no soy capaz de encontrar una historia bonita.

Por Gregorio Morán


Este artículo se publicó originalmente en «La Vanguardia»


Sin tiempo que perder, por José Luis Melero

Sin tiempo que perder, de Miguel Sánchez Ostiz

José Luis Melero

Reseña publicada en Heraldo de Aragón el 28 de enero de 2010

El diario es el género más representativo, el más genuino de la «literatura del yo». El yo, escribe Sánchez Ostiz en su último dietario, Sin tiempo que perder, es lo único que nos va quedando. Y lo dice quien es, en palabras de José Carlos Mainer, uno de «los tres diaristas en lengua española más conspicuos». Efectivamente, Miguel Sánchez Ostiz es uno de los clásicos del género. Había publicado ya cuatro dietarios: La negra provincia de Flaubert(1986), Correo de otra parte (1993), La casa del rojo (2001) y Liquidación por derribo (2004). Pero además Sánchez Ostiz es autor de un buen número de libros misceláneos, de artículos y prosas difícilmente clasificables, pero que sin duda forman también parte de la «literatura del yo», de lo que ha venido en llamarse «egodocumentos»: Mundinovi. Gazeta de pasos perdidosLiteratura, amigo ThompsonLa puerta falsaEl árbol del cucoVeleta de la curiosidadEl santo al cielo y Palabras cruzadas. Con lo que, si consideráramos a este tipo de libros como parientes muy próximos al dietario -siguiendo el criterio que mantuvo Jordi Gracia en un ensayo sobre el dietarismo español contemporáneo que publicó en el Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona-, nos iríamos ya a los doce títulos publicados. Una obra diarística, por tanto, muy considerable. 

En las primeras páginas de Sin tiempo que perder encontramos los temas habituales en la obra diarística de Sánchez Ostiz: la nostalgia (de las meriendas en una de las viñas de la casa o del día de San Miguel, cuando su abuela argentina encendía en Obanos por primera vez la chimenea), el gusto por los raros (el marqués de Araciel, vidente y poeta, o Iulius Popper, buscador de oro en Tierra de Fuego, que llegó a acuñar monedas de oro -los popper- y hasta emitió un sello de correos), la pasión por la literatura (Conrad, Modiano, Melville, Boris Vian) o su trato con los libreros de viejo (por ejemplo con el librero de Bayona Gilbert Aragón, que compró la biblioteca de René Char). Y el resto del libro lo dedica Sánchez Ostiz a contarnos tres de sus viajes: a Bucarest, Valparaíso y Edimburgo. De ellos el más interesante -y quizá lo mejor del libro- es el primero, en el que el autor nos habla de la gente que vive en los panteones del Cementerio Bellu, de los niños mendigos, de los gitanos de Bucarest, de las bisericas o iglesias ortodoxas rumanas en las que se mantienen antiguos rituales, de sus 16 o 18 minorías étnicas (ningún país de Europa tiene tantas etnias autóctonas), del libro de Paul Morand sobre Bucarest (donde estuvo de embajador del Gobierno de Vichy), de los judíos rumanos, que antes de 1921 carecían de nacionalidad, o del guía de la casa-museo del poeta Ion Minulescu, que después de enseñarte la casa del poeta te vende sus propios libros. 

Los viajes a Valparaíso y Edimburgo son más breves, aunque igualmente intensos, y el libro termina cuando Sánchez Ostiz enferma y se tiene que volver a España. El libro es lúcido, apasionante, entretenido y comprometido, polémico en ocasiones, y hará disfrutar al lector de la mejor «literatura del yo». Y es un perfecto ejemplo de lo que son los dietarios de Sánchez Ostiz: universales, abiertos al mundo y a las literaturas del mundo, y a la vez íntimos y personales.

Pregón de la Feria de la XLIII del Libro Antiguo y de Ocasión (Madrid, 2019)

Alberto Clavería Ibáñez, in memoriam

Hablar de libros, libreros y lectores es por fuerza echar la vista atrás. Entendería mal mi propia andadura como escritor sin librerías de viejo y sin libreros, y sin el trato con bibliófilos o bibliómanos: la husma libresca. El olvidado Pascual en esa fantasía que es su Amadís, le hace decir con ironía a uno de sus fantásticos y enigmáticos personajes dirigiéndose a otro: «…dejad esa husma furiosa de libros viejos. ¡Parecéis Azorín!». Venía a decirle que el presente le tiraba de las solapas. Hablo de algunos bibliómanos y de mí mismo, claro, porque de qué otra manera se puede hablar de este asunto que por la parte que te toca.

De muy jóvenes, con Alberto Clavería, el Astrónomo, traductor y bibliómano, revolvíamos las exiguas estanterías de una librería de la ciudad vieja, recorríamos traperos y chamarileros… No había gran cosa. Para mí fue un gran día cuando encontré La nave de los locos, de Baroja, naufraga en un kiosco de periódicos. 

En mi ciudad, la gente no vendía libros porque estaba feo y era mejor tirarlos, y porque no tenían, no había. En 1936 se había quemado mucho libro en aquella ciudad apretada de conventos, murallas y cuarteles, y había lector furioso que en su biblioteca tenía colgado un permiso del obispo para leer libro prohibidos. 

Luego el Astrónomo se fue a Barcelona y formó una biblioteca enorme. Fue un erudito en guerras, trastiendas y autores a trasmano, como bien sabe Carlos García-Alix. Fue él quien me regaló la primera edición de Viaje al final de la noche.

         Pero poco antes de aquellas andadas estuvo el cuarto secreto de la librería de Abárzuza. Algo fabuloso. Un panel de la estantería giraba y dejaba paso a un cubículo tapizado de los libros prohibidos de los sesenta: Sartre, Blas de Otero, León Felipe, Hernández… Todavía conservo algunas de aquellas primeras ediciones, en el sentido que les da Proust en El tiempo recobrado. Libros prohibidos o invisibles… En 1968, Trópico de Cáncer se lo birlé al cura azul de la Falange, el canónigo Yzurdiaga, que ejercía de censor de la librería Gómez, y en aquel momento despotricaba, con gran estilo de orador sagrado y delante de un montón de libros recién llegados, contra los rojos y el separatismo. Escurrí la mano como un profesional del dos de oros, y me lo llevé, pagando, eh, pagando…  Años después el librero me dio la obra completa de Mengs por Azara, la de 1780, a cambio de un gin-tonic bien tirado.

         Esperábamos la llegada de la feria de otoño con impaciencia. Los libreros venían con los funambulistas. Cuando se vendió una biblioteca entera o casi, la de Negrillos, aquello fue un festín, como puede atestiguar Bonet, cuando encontramos la revista España entera en un sótano. Otra vez encontré los restos de una biblioteca en un contenedor de escombros,  y en un escondite dentro de la casa, una caja entera de ediciones de Baroja.

         Pío Baroja, que se pasó la vida comprando libros y que recibía catálogos de viejo hasta en su exilio parisino –y que siempre se miró mal en el espejo–, decía que los libreros de viejos eran tipos curiosos. Más lo somos los compradores y en la literatura hace tiempo que unos y otros hemos entrado como personajes; y seamos o no curiosos, todos vamos camino de convertirnos en unas raras avis. El nuestro es un mundo libresco que poco a poco se ha ido reduciendo, tanto que más que hablar de libros y de autores, empezamos a hablar como conjurados que se dan el santo y seña.   

         ¿Gente curiosa los lectores? En la tremebunda feria 17 de Julio, de La Paz, vi una chola de rigurosa pollera y borsalino de reglamento, increpar a un feriante porque no le traía su Flavio Josefo… Y qué decir de aquel entusiasta que se acercó a un puesto a ver si tenían algo de gladiadores y se llevó una vieja edición de la Historia de Roma de Mommsen en varios volúmenes…

         De hecho Baroja, cuando tenía que armar –enjaretar decía él–,  un relato, solía hacerlo alrededor de un club del papel, hasta en los peores momentos, cuando intenta irse a América, en la ciudad del Havre. Para él una librería de viejo era un lugar protector, acogedor, el único que de verdad le gustaba. Estaba orgulloso de la biblioteca que había formado. Compraba libros hasta en las peores circunstancias. Los libros caros que compró en su exilio parisino, en la desbandada de 1940 los dejó en Bayona en casa de unos antiguos amigos –no en la casa de una familia que conocía apenas–, los García-Larrache, que cuando los vio Gregorio Marañón –cuando pasó por Bayona para ver si los cuadros de los GL eran de los saqueados en el Madrid rojo–,  le hizo decir: «Caramba con don Pío, con que no tenía dinero.»

         A comienzos de los ochenta, Madrid era algún amigo y sobre todo las librerías de viejo, la cuesta de Moyano, el Rastro. Lo demás, salvo las casas de comidas asturianas, podía esperar o estaba en un muy segundo plano. Para cierta gente así sigue siendo: la feria de primavera y de otoño, los encuentros azarosos a su sombra, escritores, editores, lectores… 

         Personajes de aquel Madrid: don Alfonso Riudavets, barojiano entre los barojianos, que tenía familia en Pamplona y que 30 años después se acuerda de un libro que me vendió: el Examen de ingenios, del navarro Juan Huarte de San Juan; Berchi con su carrito en el Rastro, librerías desaparecidas, aquella fantástica de Molina, otras que ya no son lo que fueron, escenarios de novelas desordenadas, tabucos, almonedas… Y Manolo Gulliver en su librería de la calle de León, lugar de encuentro de una generación de escritores y pintores. Casi diría que los viajes a Madrid no tenían  otro objetivo que ese, la husma libresca.

         Si hablo de libros, tengo que hacerlo de bibliófilos. Con mucha coquetería, Juan Perucho hablaba de la fatigosa tarea de enseñar libros, cuando se veía que disfrutaba horrores haciéndolo. Pero si fatigosa es la tarea de mostrarlos, la de seguir a un bibliófilo en campaña es agotadora. Una vez, en París, en otra vida, tuve una jornada de caza con un bibliómano infatigable que empezó antes de que abriera la primera librería y al caer el día, en la otra punta de la ciudad, me rebelé y le juré que o entrábamos en el primer bar que estuviera abierto o me sentaba en la acera. Convino ante el temor de que cumpliera mi amenaza, y hasta le gustó el p’tit calva que tomamos. Error el mío porque el popular traguito le dio renovadas fuerzas exploradoras al trote largo: fue un «agujero normando» para su bulimia libresca.

         Juan Perucho decía que si compraba libros era porque estaba seguro de que en alguno de ellos iba a encontrar algo que le era precioso para explicarse su propia vida, un secreto, una revelación. Contaba que había encontrado la edición original de la Enciclopedia en un trapero cerca de su casa y en su interior un sobre a él dirigido, pero vacío y parodiaba la tortura que suponía el no saber lo que podría haber contenido aquel sobre.        

         De hecho sabemos que algunos libros esconden secretos, cartas, mensajes de náufragos, testamentos breves, exorcismos… Los de la husma siempre esperamos encontrarnos con el libro improbable. Nos asomamos a derribos y hasta al mendigo borrachito que en una esquina apartada y bajo la lluvia, ofrece des jolies petites choses que resultan ser la edición original de los poemas de Paul Morand. Dedicatorias asombrosas, libros que salen de una ruina, de un agobio, de una guerra, de un pogromo y de un saqueo antisemita, como vi en Bucarest, y que tienen detrás biografías que decimos novelescas y tal vez solo son trágicas. 

         Las bibliotecas son autorretratos y cuando se desbaratan aparecen rostros que no conocíamos, así por ejemplo aquel capitoste falangista, gente de orden, tradición y arenga, que, lápiz en mano, era un lector aventajado y puntilloso de Henry Miller; Pierre Mac Orlan dedicándole su Manual del perfecto aventurero a la amante de Céline y Paul Morand a la esposa de Otto Abetz; un amante despechado escribiendo, al margen de las memorias de Maud de Beleroche, la crítica acerba a sus hazañas amatorias; una dama anotando de manera muy sentida que aquella mañana habían fusilado a Brasillach… insultos, juicios categóricos, devociones y venganzas que serpentean o salpican los márgenes, en su secreto. No todos los libros de viejo que compres encierran un misterio o un jirón de historia, pero casi, y si no, te los inventas. 

         Me fascinan eso libros que tienen fragmentos de historias. En la Biblioteca Nacional de Bolivia encontré un libro de Ciro Bayo hecho cisco que era el dietario de las conquistas de un puntilloso donjuán andino: allí estaba anotado el cómo y el hasta dónde y el a qué hora y con quién. Qué bárbaro el erudito.

         Eso sí, las escenas de caza de los bibliómanos me recuerdan las tabernas frecuentadas por cazadores y pescadores que hablan de sus capturas y conforme avanzan los tragos estas se hacen mayores, grandiosas… ¿Y usted como lo sabe? Porque soy de la partida.

         A ratos sueño con encontrar la maleta perdida de Pío Baroja, aquella que tal vez perdió en la frontera cuando regresó de su refugio parisino, y en su interior alguno de los libros que, salvo los títulos, no aparecen por ningún lado. ¿Por qué no? No hay librero o bibliómano que no pueda contar alguna historia asombrosa de lo encontrado en los estantes, trastiendas, sótanos, casas muertas visitadas.

         Y vuelvo a Baroja cuando habla de la piratería de los bibliófilos diciendo que Bartolomé José Gallardo, el del Caco cuco fajín bibliopirata, era el Tempranillo de las bibliotecas. He visto robos de libros pintorescos y peleas propias de navajeros motivadas por un quítame allí ese libro. Recuerdo haber salido de una casa ruinosa arrastrando un saco lleno de libros por las escaleras, entre maldiciones, juramentos y una nube de polvo, por culpa de unos libros que me querían sacar del saco una vez pagados. En Bolivia, mis amigos bibliómanos comparten trago literario de altura, erudito y salvaje,  pero se cachean antes de salir de la casa de turno como parte de un ritual… «¡Hermaniiito, queriiido!». 

         En una novela que me traigo entre manos hay una librería de viejo –que es algo que Chesterton decía que debería haber en todo barrio que se preciara–, donde venden los libros que has perdido, los que te han birlado y los que quisiste tener y nunca viste porque tal vez ni siquiera fueron escritos, solo soñados, que también pasa. Y en estas seguimos escribiendo libros, hurgando en ellos como polillejas, de caza y pesca, cada cual con su particular manía en el zurrón. Sé que hay gente, mucha, deasiada, a la que los libros le dejan frío, pero qué mundo más ingrato sería este sin libros, sin libreros y sin librerías de viejo.

«La ciudad como materia literaria siempre se inventa», por Javier Goñi.

«La ciudad como materia literaria siempre se inventa»

JAVIER GOÑI

25 NOV 1995 – 00:00 CET

Thomas Bernhard hablaba de su ciudad natal, Salzburgo, como si fuera su enfermedad mortal; el poeta inglés Philip Larkin consideraba a la ciudad como esa segunda piel». Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) acaba de publicar Un infierno en el jardín(Anagrama), escrita desde los alrededores de su ciudad, con Pamplona al fondo. ¿Enfermedad mortal, segunda piel…, Pamplona? «Bah, frases baratas», eleva displicente los hombros Sánchez-Ostiz, «tremendas, definitivas, como para aparentar que uno se corta las venas a mordiscos en el borde de un escenario y en vez de sangre echa salsa de tomate».»Las cosas no son tan tremendas, nunca» tranquiliza al lector, uno puede tener obsesiones, eso sí, y esconderse de hecho detrás de ellas; y además yo ya no vivo en esa ciudad, ni en ésa ni en ninguna, vivo en el campo, al margen, y esa segunda piel, de la que hablaba Philip Larkin, de haberla, sería mi casa, Gorritxenea [en el valle del Batzán], es decir, la casa del rojo’, lo que parece que no he sido nunca» . De eso habla en Un infierno en el jardín; de eso hablaba, más a pie de obra, en su novela anterior, Las pirañas, un descenso etílico y nocturno por una ciudad¿inventada, enmascarada? «La ciudad como materia literaria, siempre hay que inventarla, imaginarla, como uno imagina, a sus personajes, sus vidas, sus caracteres,, sus hechos de armas.

Ver a los paisanos

Y a la ciudad le ha puesto nombre literario, Umbría, y el autor, como el magistral don Fermín de Pas, en la Vetusta (Oviedo) de Clarín, parece como si en esta novela subiera la estrecha escalera de la torre del campanario para ver qué hacen sus paisanos «No aspiro a ser ningún magistral, ni siquiera el diablo cojuelo; el mundo es ancho qué caramba». ¿Y lo de Umbría, Pues? «Umbríaes de una obviedad que tumba, vulgar incluso. Me recuerda a ciertos rincones de la ciudad vieja de mí infancia que de luminosos tenían bien poco. Quise ponerle Selvática, que me parece un nombre precioso, qué percepción, pero no es mío, es de Chaves Nogales». Y mientras el poeta provincial de la novela, Martín Eguren, huye de la ciudad, «lo suyo», dice displicente Ostiz, «no pasa de ser un tópico, algo muy común en estos años». «Tengo la firme esperanza de que la novela se pueda leer con el mismo interés en todos los lugares donde ha habido. víctimas de la especulación, el abuso y la ley del más fuerte».Los libros de ficción de Sánchez-Ostiz transcurren siempre en un trozo de mapa en donde se dejan ver, además de Umbría, San Sebastián o San Juan de Luz «De momento he dejado el asunto Pamplona / Umbría/,Selvática a, un lado, no es el escenario de la novela que ya he acábado; estoy, eso sí, metido en ese trozo de mapa, vivo en él y ahí escribo; pero la ciudad, como en los cuadros del género, está al ,fondo,. lejos». Que quede claro.

Molestias del trato humano, por José Luis de Juan

Molestias del trato humano


El corazón de la niebla

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ


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Juan Miguel Arróniz, antiguo gestor cultural de los socialistas, abandona Madrid con el ánimo de volver a sus orígenes y encerrarse a escribir. Lo hace en un lugar fronterizo del País Vasco, y lo que parece al principio un paraje idílico donde vivir una existencia retirada y tranquila, se va convirtiendo paulatinamente en una pesadilla torturante por culpa de la siniestra atmósfera social en la que Arróniz no acaba de integrarse. Su muerte en extrañas circunstancias lleva a uno de sus amigos a contar su historia con un vago afán justiciero. La voz de la novela es, por tanto, la de un abogado que ha colgado la toga y que se siente un tanto culpable por no haber hecho nada para evitar un desastre anunciado, el de un hombre «atrapado por el cepo de la comodidad, los afectos, las ideas erráticas, la falta de auténticas convicciones, las creencias adquiridas para compartirlas y ser admitido». Así es el planteamiento de la última novela de Sánchez-Ostiz, la cual parece seguir el camino de frustración y denuncia trazado por las inmediatamente anteriores, situadas todas ellas en la transición española, a caballo entre Madrid, Euskadi y Pamplona, ciudad ésta que el escritor reinventa con el nombre de Umbría.

El principal problema que plantea una novela de tales características es la fiabilidad de la voz narradora. Si nos merece confianza, si damos crédito a lo que nos cuenta por la manera como lo hace, el relato será eficaz aunque su estructura tenga grietas. Por el contrario, si el tono empleado flaquea a los pocos compases de iniciado el discurso, entonces nos preguntaremos si el escritor lo hace adrede, o más bien no ha llegado a refinar el registro de esa voz lo suficiente. Me temo que con El corazón de la nieblanos encontramos en el segundo caso: la confianza que el lector deposita en la «sustancia narrativa» se ve mermada por elementos de la misma prosa. Cuando no es demasiado coloquial, resulta demasiado solemne y hasta sermoneadora. ¿Por qué remacha opiniones y detalles que tendrían más fuerza escenificados o sugeridos en lugar de dichos? ¿Por qué son tan malos los malos y tan ingenuamente ciego ese bibliófilo que camina hacia el suicidio? Por suerte o por desgracia, tenemos en las manos algo que se nos presenta como ficción y no obstante huele a documento disfrazado. El amigo de Arróniz no llega a explicarnos de manera convincente por qué cuenta esta historia, cuáles son sus motivos. No basta con que a veces nos diga que se identifica con la «especie» a la que pertenece el protagonista, lobo estepario que busca el retorno a su propia manada y se confunde. Sin embargo, lo interesante de este libro es que si bien como trama novelística tiene un atractivo limitado, como testimonio, en cambio, como indagación sociológica, e incluso como libelo, cobra un relieve nada desdeñable. Sorprende comprobar que la realidad cotidiana suele estar reñida con la realidad novelesca, que la vida que rezuman las novelas logradas contiene una vida «diferente» de la que gozamos y sufrimos. Y está bien que sea un autor apasionado como Sánchez Ostiz quien nos haga ver algo que nos suele pasar por alto.

En realidad, y para nuestro regocijo, El corazón de la niebla es un brillante tratado de malas costumbres, un fresco sobre un país desquiciado. Un ensayo acerca del rencor y la intolerancia hacia quien es diferente. El trato humano causa molestias en todas partes, pero en los parajes por donde transcurre la obra que comentamos –bien reales esta vez, ampliados con la lupa los pelos y las señales–, esas molestias se convierten en estragos, en violencia, en un ignominioso dilema entre sumisión y muerte. Y Sánchez-Ostiz afila su pluma sin contemplaciones, lanzando invectivas a diestro y siniestro. Por un lado, tenemos a España, «el paraíso de los granujas»; por otro, «ese mundo rural tan intenso en el que perviven formas de ver las cosas que resultaban plenamente vigentes en la Edad Media», es decir, el mundo de los aquelarres y los autos de fe. Y entre medias la rabia apenas contenida, el miedo, la confusión, la patética mirada del cordero. El pobre Arróniz se fue a Eleta para «vivir al margen de las molestias del trato humano». Lo que va descubriendo es un trato bestial que surge como un rugido insomne del «corazón difuso de la barbarie». No debemos bajar la guardia, nos dice Sánchez-Ostiz con el deje admonitorio de quien sabe de lo que habla. En otras palabras, debemos hablar aunque sea a las piedras. Y «como una niebla espesa», sus palabras quedan flotando en el aire para eficaz aviso de caminantes.

MigUeL SáNCheZ-OSTiZ O LaS LeCTuRAS dE uN cOnVaLeCiENTe _________23 de mayo.

La fotografía la sacó Dominique Lange, en julio de 2014, en el desierto de Atacama (Chile)

César Nicolás ha añadido una foto nueva.

23 de mayo de 2017   en Facebook 

MigUeL SáNCheZ-OSTiZ O LaS LeCTuRAS dE uN cOnVaLeCiENTe _________23 de mayo.

Por fin, a sorbos (y como un convaleciente, a ras del suelo, porque la poesía, por buena que sea, soy todavía incapaz de leerla; necesito evadirme, antes voy y me escapo a ver una película, deseo mundos de ficción) leo unos viejos diarios de Miguel Sánchez-Ostiz, a quien transito desde hace ya bastantes años, aunque de forma parcial y poco seria, muy a salto de mata. De su obra __amplísima: deja un día su despacho de abogado en Pamplona y se pone a escribir hasta hoy__ sólo conozco en realidad algunos (y aun pocos) de sus diarios, amén de artículos sueltos leídos de casualidad en la prensa.

Pero su escritura me resulta cuando menos auténtica, unida como va a una composición y unas formas, unos significantes y un estilo que me atraen. Y al hombre que es o que por lo menos compone en sus diarios (por real o imaginario que lo consideremos al conocerlo tan sólo a través de las palabras) le veo con una independencia tan radical como la mía; quiero decir: con esa distancia y lucidez (insólitas en nuestro país) que acompañan a los mejores. Y en su caso con una honestidad y coherencia que le honran, pues llega a denunciar con puntería esos lugares irrespirables que hoy forman, incluso institucionalmente, la política y los partidos, las familias y los clanes, las fratrias y patrias de cualquier índole, con las relaciones de poder a la postre nauseabundas que en todos los ámbitos sociales acaban por generar. Contemplar a Miguel Sánchez-Ostiz como un escritor de denuncia no es exagerar: es coger el toro por los cuernos. Denuncia que se halla también presente en los diarios, igual que en los artículos.

Me agradan pues sus reflexiones. Ésas sus crisis y «rumias» continuadas. Sus amarguras y estados saturnales, sus humores o sus alegrías, ciertos instantes únicos y dichosos, ese hablar de la meteorología al tiempo que del termómetro sutil de un cambiante estado de ánimo __aunando de manera sólida y en unos pocos y rápidos trazos lo psicológico y lo estético, lo histórico y lo intrahistórico, lo crítico y lo moral. Y es que todo se modula aquí en una «durée» psicotemporal. Y desde una temporalidad básicamente narrativa; en rigor, lejos de estar ante un producto heterogéneo __como sucede en ciertos diarios, que mezclan géneros y formas y hasta experimentan__ en los de Sánchez-Ostiz estamos sustancialmente ante un relato, no sé si decir a la manera clásica, porque los dietarios tienen no pocas ramas y vertientes, y los suyos (que van mutando, como el hombre mismo) no se hallan exentos de ciertas polifonías. De modo que prima de un modo u otro lo narrativo, por mucho que ese «continuum» temporal se disuelva o fragmente en una serie de archipiélagos y momentos discontinuos, como hace siempre el diario.

Quiero decir que estamos ante un autor (figura, no se olvide, simbólica, y en buena medida imaginaria, mediada, construida siempre por el lector) que consigue interesarnos no sólo por su lenguaje, sino su persona, que guarda semejanzas, pero que es muy distinta al cabo de la nuestra. Y con la persona vemos emerger y subrayarse el estilo __la personalidad__ porque «el estilo es el hombre», como decía aquel otro.

Añádase la particularidad en Sánchez-Ostiz de que esa «persona» o «personaje» que narra en primera persona y se convierte en protagonista y aun asunto mismo del libro no es cosa fija __esto puede comprobarse con el transcurso del tiempo, en ese sucederse de sus diarios. No estamos ante una máscara más o menos verosímil creada para gustar a un público y tenerlo fiel y satisfecho. Menos, ante algo convencional o impostado y con grandes porcentajes de invento o estereotipo, moldes retóricos y compositivos de lo autobiográfico que tienden de un modo u otro a lo ficticio y que tanto abundan.

Al contrario. Hablaba antes de esa duración, plastificación de lo temporal y contingente que tan unida va a la novela: como en Montaigne (que empotra un autorretrato en el discurso ensayístico, asunto autobiográfico que queda encabalgado con lo reflexivo y se desliza sobre él y progresivamente lo modifica, incluso formal y artísticamente), asistimos también aquí a un flujo, una temporalidad, conciencia de un devenir que es de raíz heraclitiana y a la postre también cristiana y estoica. Asistimos pues a un proceso, a una evolución, más o menos rápida o lenta, pero marcada y continua: vemos cómo el autor cambia y se va modificando. Y con la persona, al mediar períodos amplios de tiempo, vemos modificarse también a los diarios: de los primeros a los últimos __pasando por los del medio__ se producen cambios a su vez temáticos y compositivos; los diarios últimos, más reconcentrados, parecen despojarse hasta de las lecturas y las citas que caracterizaban y daban lustre y riqueza a los anteriores, sin que en apariencia se hayan mudado las circunstancias ni cambiado mucho la vida del escritor.

Los adláteres del grupo literario de la «experiencia», en sus tiempos más trepas y belicosos __allá por los 90__ ponían a Miguel Sánchez-Ostiz a veces en sus listas, pero él hizo siempre oídos sordos y nunca picó ni se reconoció en esa pandilla, que resultó ser al cabo un tanto turbia y mafiosona. Al contrario: a este escritor no le van los grupos ni las sectas, ni siquiera las literarias, y confiesa a menudo su ineptitud para prosperar en ese mundillo, sintiéndose incapaz de hacer esa carrera de «éxito» y en realidad sociopolítica a la que muchos aspiran y que a algunos nos produce náuseas. Y a la que él __que pudo__ acaba renunciando, para refugiarse ya a mediados de esa misma década en la soledad de una casa en el Baztán o bajo la luz líquida de esa costa vasco-francesa que, de Bayona a Fuenterrabía, Barthes pondera a menudo y yo amo también.

Miguel abandona Pamplona, declina venirse a Madrid y acentúa por contra sus paseos campestres ( «Promenades» que a su vez me devuelven a Rousseau y a mí mismo, con más o menos botánica y ornitología). Y explora en un preciso y hasta precioso vocabulario, como el coleccionista; sensibilidad lingüística la suya que tiene acusados relieves y con la que hay que estar atento, ojo avizor, porque leyéndole saltan de repente vocablos para paladear, como cuando en una ensalada rica irrumpe de pronto el apio o el dátil o el perejil, o tal vez es el mango salpicado con unos granos deliciosos de granada. Hallazgo, sorpresa y finura, porque ese antiguo vocablo se repristina, fulge un instante ante los ojos, resuena ya en nuestros oídos y tiene un no sé qué de neologismo y aun de nueva e insólita creación verbal __»Dios está en los detalles», decía aquel fabuloso arquitecto alemán que dejó la Bauhaus acosado por el nazismo.

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En fin, que ando leyendo de forma ahora digamos continuada «La Casa del Rojo». Antes, hará unos quince años, lo había hecho a saltos, de modo que también puede decirse que al hacer esto releo, y que lo hago para mayor lujo y placer.

Llevo más de doscientas cincuenta páginas y el libro, aunque a ráfagas (y pese a lo torperas que ando: incapaz de leer poesía, insisto, y con eso ya está todo dicho todo), el libro, digo, parece que funciona. Es más, me imanta y hasta ha encendido mis motores, porque he cogido el lápiz y anotado cosas en esos papelines recortados y destinados a apuntar lo doméstico que tenemos en la cocina. Y ante la falta de papel como Dios manda, la he pedido a la asistenta que si sale a por algo traiga recado de escribir.

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Miguel Sánchez-Ostiz, aparte de novelista, se me antoja como uno de nuestros mejores diaristas de las últimas décadas. Tanto o más que Andrés Trapiello, que con el tiempo ha ido engordando demasiado sus diarios, sacándolos barriga, escorados en su caso hacia lo puramente narrativo, ampliándolos, dilatándolos innecesariamente, quitándoles variedad, lírica y menudillo, hasta perder buena parte de su primitiva magia. Este libro que leo no se da en cambio mucha importancia, pero tiene garra, estilo y sensibilidad, y con muy poco (con un espacio y un mundo recurrentes y ciertamente muy reducidos: «Mi pequeño mundo, mis cuatro cosas», dice en efecto su autor) consigue interesarte, asunto por cierto difícil, aunque a veces a Sánchez-Ostiz le pierde lo histórico, la actualidad, las simples noticias del momento, que parecen importantes, pero que enseguida van y se vuelven viejas y se nos enrancian.

¿Hablaremos un día de Eduardo Moga, cuyos viajes y diarios han captado también mi atención en los últimos años?

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Lectura equivale a relectura. Si se mira, para volver a andar por los caminos del lenguaje, recurro a «La Casa del Rojo» y me pongo también unos pantalones viejos (pantalones de «mielero», como diría el propio Sánchez-Ostiz mostrándonos los suyos) y una botas literarias que ya estrené hace mucho y ahora enseñan arrugas, marcas de lápiz, dobladillos en la esquina de la página, hebras de tabaco rubio (por aquel entonces yo fumaba mucho) o un cabello fugaz y seguramente nuestro, que de repente se yergue como una culebrilla y nos hace una interrogación sobre el tiempo y la vida puesto sobre las letras y el papel.

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«La Casa del Rojo» no es sino un diario escrito entre 1995-1998 que gira sobre la vivienda comprada entonces por el escritor en Zozaia, en el Baztán, cerca de la raya de Francia. De manera que yo, que hace años viajé por esos parajes haciendo continuos zigzags por la frontera, que contemplando a aquellos hombres barbudos y solitarios meditar o pescar ante paisajes agrestes e increíbles bajé del pico del Oso y por Laruns y Bielle llegué hasta Pau (maravilla, ¡aquello era como en el Romanticismo, todo se conservaba casi igual que en el siglo XIX!) y por Ascain hasta la bella y misteriosa Bayona… Yo, que haciendo luego dédalos y tortuosas sendas barojianas visité Vera y Sare y Cambó y Etxalar (porque de Baroja uno se lo ha leído casi todo, incluidos los articulejos que publicaba en los periódicos) y me interné por carreteras solitarias y dormí en algunos de esos pueblos que constituyen el territorio del autor, me veo ahora abriendo esa Casa del Rojo batida por formidables vientos y con su sempiterno olor a humo. Camino de Vera pasé un par de veces a su lado. Y al ir las yemas de mis dedos de una página a otra y errar mi imaginación de nuevo por aquel paisaje, recreando sus detalles, su atmósfera y topografía, sólo que ahora a través de la palabras de Sánchez-Ostiz, parecen encenderse un poco mis bombillas, mi pobre memoria y mi fantasía, y me siento mejor.

La buena literatura tiene eso: que nos absorbe y pone en marcha y hace cuando menos imaginar __crear. Como receptores ciertamente nos eleva, y la verdad es que nos afina y nos cura, lo cual es de muy agradecer. (Aristóteles a esto lo llamaba creo que catarsis).

Máxime si nos transmite de paso (puestos en primer plano) un asunto de formas, de significantes, y con cierto relieve, provocando una experiencia imaginativa y estética que en las obras de arte o al menos con cierto estilo verbal se vuelve única e intransferible, pues esa experiencia estética la construye a su vez cada lector __eso, aparte de que nos multiplicamos, pues vivimos intensamente otras cosas y otros otros que hay dentro o fuera de nosotros mismos.

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Reparo en que al dejar de escribir crítica (como protesta, y por razones políticas y sediciosas) abandoné o dejé en el tintero las investigaciones sobre los géneros autobiográficos que llevaba en curso y en las que andaba metido a principios de los años 2000. Pienso pues y de nuevo en ese imaginario, metáfora autobiográfica que tiene que ver no poco (según los teóricos) con los reinos movedizos de la memoria, que tienden aun sin querer a la transformación. Y en definitiva, con todo lo que atañe a la imaginación y la ficción, por muy históricos o «reales» que estos géneros autobiográficos nos puedan parecer, pues como la propia novela en primera persona __de la que derivan__ gozan de un poderoso «efecto de realidad».

Yo mismo, al tratar de esclarecer con el recuerdo las rutas que por esa Navarra y esa Francia, País Vasco de ambos lados y esos Pirineos hice en mi viaje de hace ahora ocho años, ocurre que me hago un lío y se me cruzan unos tiempos y lugares con otros: surgen así fogonazos, momentos imborrables, ciertas imágenes y destellos de extraordinaria nitidez, llenos de matices y con asombrosos detalles: me veo de repente conducido por Carmen en el descapotable rojo y cruzando por una carretera mínima, interminable y enteramente sinuosa (íbamos descapotados; el avance era lento y solemne, y a veces nos bajábamos a contemplar) tras ver el Parque Natural del Señorío de Bértiz: tarde de sol plateada y espléndida, en lo más profundo del Baztán, hasta empalmar de nuevo con la nacional a la altura de Urdax y Zugarramurdi y caer entonces un oro líquido sobre nosotros, y entrar de nuevo por Dantxarinea a Francia, hasta escuchar los golpes que rítmicamente daba la pelota en el frontón de Ainhoa a la caída ya de la tarde, lo que me hizo recordar a mi abuelo materno, Félix Rubio, que fue un notable jugador de pelota y disputó a los navarros la final del campeonato de España con la selección de Castilla en los años cercanos a la Primera Guerra Mundial. Cayeron en Pamplona con honra ante los ases de la época, y mi abuelo, durante un tiempo, se convirtió en jugador profesional.

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Miguel Sánchez-Ostiz tiene una prosa poco común y pienso ahora que, para los tiempos que corren, estupenda. Yo ando disfrutando con su tono y esos altibajos emocionales suyos. Le invitan a cenar a la Moncloa con Aznar recién entrado en ella y rechaza la idea porque entiende que no tiene los pantalones adecuados para tan alta ceremonia, amén de que no sabe de qué puede hablar en realidad con el presidente del gobierno (y más con esos platos tan horteras que ponen allí a los comensales, con el escudo nacional en medio, según nos cotillea el propio Trapiello, diarista que en cambio picó con esa invitación y fue a cenar a La Moncloa con el bueno de José María, pero para avergonzarse y aburrirse).

No sólo eso: a lo largo de su trayectoria Sánchez-Ostiz consigue premios y reconocimientos. Se le puede considerar como un escritor de relativo éxito __pero él se ve a sí mismo como un fracasado que interesa a muy pocos. El mundo literario le aturde y decepciona __pero en cambio se muestra exultante ante un paseo, unas buenas anchoas, un vino o una conversación. Lúcido e insatisfecho: como hortelano, le vemos también quejarse de sus propias cosechas: esas hortalizas, ay, están insípidas, se echa en falta el abono… Y todo así, porque por la mañana, al cabo de trabajar en «La flecha del miedo», pasa en pleno invierno a faenar en el jardin, dando cuenta minuciosa de su actividad. Qué tipo.

Grosso modo, compartimos aficiones y aun sensaciones vitales. Amén de que posee una cultura fina y hasta sofisticada, porque conoce bien la literatura francesa y a muchos de los grandes escritores autobiográficos (De hecho, nos conocimos en Córdoba durante un congreso sobre los géneros autobiográficos celebrado en otoño de 2001, y cenamos una noche junto a otros amigos. El escritor navarro, de quien este ignorante no había leído nada, me llamó de inmediato la atención, por su simpatía y lucidez. Carecía absolutamente de arrogancia, algo que es raro en los hombres de letras).

A todo esto se añade una óptica y sensibilidad muy barojianas que amo. Y una forma de vida aislada en la naturaleza __a lo Robinsón__ que yo mismo cultivo, pues soy cuando menos jardinero de Majalhorno, aunque comparado conmigo Miguel sea un todo terreno y hasta un tractor y desbrozador poderoso, visto que trabaja como un mulo no ya escribiendo (tenemos la misma edad, y él ha publicado más de sesenta libros, y yo pues pienso ya que ninguno y aun que los he abandonado todos, Bartleby), sino que labora y hace de todo y penca de lo lindo a lo que vemos en sus diferentes casas.

Le veo ir de una en otra por su pequeño territorio franco-navarro y en esto también hacemos igual, giróvago como soy entre la que tengo en Cáceres, la de Gredos y la de Madrid. Quiere decirse que además de ser un buen cocinero, Sánchez-Ostiz empuña si es preciso el pico y la pala y se trabaja esas casas suyas a conciencia, mientras Pla, por ejemplo, con absoluta «nonchalance» __fuera por solterón y tacaño o por cultivar una elegante indolencia, pero en cualquier caso mucho más perezoso__, dejaba entrar las goteras en la mismísima biblioteca de su masía y quizá alguna vez hasta en su propio cuarto de dormir. (Siquiera sea para que te paguen los editores __nos diría__ viendo tus penurias, y tener de paso algo dramático que contar.)

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Viene esto muy a propósito. ¿Cuánto tiempo me habrán llevado a mí preparar la casa y el jardín de Majalhorno, en las faldas de Gredos, sobre el Valle del Tiétar, y ello desde 1995 en que compré también la finca? Y eso a pesar de ser ya un jardín digamos maduro, puesto que el sotobosque y la cabaña estaban hechos por María Revenga, pintora del 27 que fue su dueña y tenía a uno del pueblo al cargo de todo, porque en Majalhorno hay hasta que regar y que segar y que…

Ni se sabe. Sólo la creación de la cocina partiendo de una digamos leñera me llevó un verano entero, pero fue obra que valió la pena, y no me arrepiento.

Y es que en todo ese lapsus de tiempo __más un mantenimiento que todavía continúa__ podíamos haber escrito al menos cinco o seis gruesos volúmenes, grandes y pesadísimos tochos (dicho con tono estudiantil). Tochos a los que renuncié, desde luego, igual que a una cátedra en Cáceres no querida por mí. Y a la que planté solemnemente al pie mismo del altar, cuando todos me empujaban a una boda de conveniencias…

En cambio me puse a cultivar azaleas, dalias y hortensias, girasoles, una gran variedad de flores y de arbustos… ¡Y con notable éxito! Llena de desinterés y de belleza, una naturaleza pródiga me ha devuelto el triple de lo que la di, y mira que estoy en un lugar cada año más seco y caluroso.

Labor que me serenaba más el alma que aquella piara universitaria de la que al cabo me fui alejando, y que acabó por quedar sin sentido, en una facultad fantasmagórica y hoy casi vacía…

Por lo demás: yo soy uno de esos que fracasan y se pierden por completo en la vida contemplativa, bajo el pretexto de azacanear en no sé qué…

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(Olor a humo … Los diaristas buenos dan a todo esto precisas notas olfativas: si Gorritxenea, la nueva «Casa del Rojo», dice Sánchez-Ostiz que tiene desde el primer día un persistente olor a humo, en clave ahora reticente e irónica recuerdo aquel olor a maderas quemadas __pero frecuente alrededor de su masía__ en el que insiste el propio Pla a lo largo de sus dietarios. Olor que se manifestaba según soplase el viento y fuera su dirección, y que provenía de una corchera que había en la zona, corchera seguramente contaminante, pero que él __dandy, payés y en todo sumamente exquisito__ prefería no nombrar. Y aludía a ese olor con cierto misterio y cierta coña, pero sin dejar claro su origen).

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Siento a todo esto profundos deseos de evadirme, pero la realidad del escritor navarro __problemática y no muy distinta de la mía; somos unos disidentes y estamos lejos de cualquier clase de poder, secta o pandilla__ es también muy complicada. Está claro: algunos iremos siempre a contrapelo, incluso por pura vocación filosófica, se diga socrática o sofista, crítica, cínica o escéptica…

Habrá que humorizar, desde luego. Aunque sea amargamente. Y cuanto más, mejor.

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No somos sino lo que leemos. Que me pregunten no por lo que escribo sino por lo que leo __diríamos parafraseando a Borges.

Tras «La Casa del Rojo», ¿tendré que retomar a Chandler? (del que me he hecho por cierto con nuevos volúmenes en una librería de viejo) ¿O habré __paralelismos y diagonales sutiles__ de continuar con la lectura ahora urgente de «Las pirañas»? (Novela del propio Sánchez-Ostiz que se acaba de reeditar y de la que José Antonio Llera me hablaba hace poco de forma muy elogiosa, mientras comíamos en un restaurante que a su vez me descubrió, no lejos del Retiro, en la calle O’ Donnell: «Esa novela tienes que leerla __me dijo__ y ya verás: es la mejor de todas las suyas».)

Eso, aparte de la paliza que, a manera de premio, y sólo por escribirla, recibió posteriormente su autor. A esa paliza __coz de un mundo estúpido y bestia__ hace todavía referencia en diversas líneas de «La Casa del Rojo», que llevo a estas alturas camino de terminar, pese a la desgana y situación tan dolorosa en la que me encuentro.

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Diagnóstico: entre enfermo y convalenciente, tratando a todas luces de evadirme de la realidad.

Y así y todo, feliz y agradecido si consigo leer y escribir al menos un poco, aunque sea al hilo si se quiere tosco y desgarbado de unos diarios que muestran no obstante un mínimo de sensibilidad y contienen hasta pepitas, vetas de lo poético, lo que no es poco.

La poesía que amamos requiere en cambio tal afinamiento de nuestro violín espiritual, tal temperatura íntima, un compromiso tan profundo para empezar con sus formas que, al igual que la tragedia, no podemos leerla sino cuando estamos inspirados y rebosantes de salud. Y eso, contando además que, cuanto mejor, más huye, más se nos escapa, más anímula e hipsipila.

(Caramba… María Salgado, Sonia Bueno, Cecilia Quílez, Alejandro Céspedes, Julio César Galán, José Luis Torrego, Vicente Luis Mora __¿prosigo?, esto es ya una lista tremenda__ me han enviado sus últimos libros, algunos desde hace un siglo, y este idiota va ahora y se nos deprime y ni siquiera les puede contestar, el muy capullo, lleno de abulia y de pereza. Y sale encima con Sánchez-Ostiz. Pues qué).

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César Nicolás, texto perteneciente al libro inédito «Meteoritos», diarios de 2017.

[En la imagen, Miguel Sánchez-Ostiz. Foto de autor desconocido.]

«Seguir a solas», por José Luis Morante

José Luis Morante reseña ‘Espuelas para qué os quiero’, de Miguel Sánchez-Ostiz, un poemario que nació en el contexto gris y ensimismado de la pandemia. EL CUADERNO (Cuaderno digital de Cultura), junio 2022

Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) publicó su novela auroral Los papeles del ilusionista en 1982 y aquella ópera prima tuvo decidida continuidad con otras ficciones: El pasaje de la lunaTánger BarLa quinta del americanoLa gran ilusión, que consiguió el Premio Herralde de Novela. Los títulos mencionados convirtieron al escritor navarro en vértice referencial de nuestra narrativa, con reconocimientos como el Premio Nacional de la Crítica, en 1998, por la obra No existe tal lugar. Pero el taller literario de Miguel Sánchez-Ostiz alienta un quehacer de búsqueda; su escritura sondea estrategias expresivas como la biografía —sin duda, es nuestro mejor especialista en el periplo biográfico y la obra de Pío Baroja— los diarios, las páginas autobiográficas, la crónica de viajes, el ensayo, con hitos como No hay tiempo que perder, con el que obtuvo en 2010 el Premio Euskadi de Literatura, la reseña en suplementos culturales y revistas, o la escritura breve de difícil etiquetado crítico como Emboscaduras y resistenciasun libro dispuesto al nomadismo temático, que deja fluir al pensamiento a su libre albedrío para discernir las incisiones y trazos que definen el paso del presente.

También el poeta tiene un rostro diáfano en los espejos de Miguel Sánchez-Ostiz, desde Pórtico de la fuga, entrega publicada por Ámbito en 1979, cuando ya declinaba la sensibilidad novísima que había sido casi ideario de dirección única en los años setenta. El extenso caudal lírico está recogido en los volúmenes La marca del cuadrante (Poesía, 1979-1999) (Pamiela, 2000) y Fingimientos y desarraigos (2001-2017), edición de 2017 también en la misma editorial.

Prosigue al paso con el libro Espuelas para qué os quiero. El escritor refuerza la voz propia con el ancho río de la tradición, recordando versos de Luis de GóngoraCésar VallejoCristóbal de Morales Francisco de Quevedo, solemnes magisterios que anudan el verso a un territorio de fuerza, moldeando una articulación existencial y reflexiva. La voz poética se interpela a sí misma y busca razones para seguir el viaje. La poesía dialoga con el tiempo, sabe que tampoco el olvido es inocente y mira entre las grietas de la memoria las deudas pendientes. Al cristal diario se asoman los rostros cejijuntos de la inquietud, esas rendijas que zarandean la calma o empujan a buscar justificaciones y vías de escape en la expresión escrita, como si fuera posible diluir la guadaña del tiempo.

El discurso lírico recurre a figuras de carga simbólica como Lázaro para explicar «el olor a cenizas y penumbra de la propia identidad»; los días han ido remansando su quietud entre quehaceres, confinando al ser en un largo encierro hecho de «ruinas, frustraciones, vergüenzas, falsa sumisión, empeños inútiles…» que exigen pedir revancha e intentarlo de nuevo, aunque ese empeño a cara o cruz repita resultado y nada quede después.

El protagonista versal amanece con la voluntad de ser sujeto activo de una épica a trasmano; reclama sitio y destino. Vuelve la mirada a los trazos de una existencia precaria; recuerda un tránsito donde solo va quedando la certeza de haber vivido, como un superviviente en la superficie de la marea, arrastrando también las decepciones de lo no vivido. Aparece así en el poema un personaje de Washington Irving, el jinete sin cabeza, también llevado al cine por Tim Burton, una presencia paradigmática para que niños y adolescentes se enfrenten a sus miedos y temores. De igual modo, es un símbolo claro en el poema como grafía de todo lo que no pudo ser e impone una atrabiliaria persecución a la voluntad, quebrando la armonía de una existencia plena.

Las incontinencias de la vida social han sido un semillero de insatisfacciones. Prima más el estar que ser; la voluntad del domador de ratones que la construcción bien elaborada del artesano. Pocas veces la ciudad de siempre ha tendido en sus calles un ámbito luminoso y respirable. El laberinto urbano remarca, como un epitafio en vida, que el yo se esconde tras la máscara cejijunta de la decepción.

Cuerpo central de la escritura de Miguel Sánchez-Ostiz es la mirada crítica ante una moralidad a la intemperie. El poema «Empacho de uvas verdes» es una sátira feroz a pícaros, delincuentes y comisionistas que alquilan patios de Monipodio para medrar a su antojo y hacer de la hacienda pública un estridente saqueo. Esa crítica también vuelve los ojos al espejo del yo para descubrir las sombras que velan la identidad. Así sucede en el excelente poema «Miliario negro», que merece la pena reproducir al completo: «Cada día más lejos/ del que fuiste/ del que no conseguiste ser/ Cada día más lejos de ti mismo/ Mudo ciego desconocido/ detrás de tu propia sombra/ siempre en fuga». El pensamiento entrelaza desvelos entre una niebla espesa y crepuscular; sospecha que su tiempo es otro pero que la queja es inútil, por lo que se esencializa el presente. No hay sueños ni utopías, fueron lejanas aves migratorias, rostros indefinidos que se desvanecen en una lenta procesión de aparecidos.

En el contexto gris y ensimismado de la pandemia, entre 2019 y 2021, fueron naciendo los poemas de Espuelas para qué os quiero, que merecen en la nota final de Miguel Sánchez-Ostiz una larga explicación de referencias concretas, viajes, lugares e intenciones. Son ventanas para un intenso balance reflexivo en torno al recinto murado del trayecto biográfico personal y su variada meteorología de nubes y claros. Pero también del yo social, del nosotros, que borra la sensación de ser tan solo islas humanas en la fisiología renqueante de la historia. Un tiempo colectivo que muchas veces merece sarcasmo y burla; una mirada crítica fortalecida por una larga tradición de nombres propios, desde el barroco a la palabra remansada en música de Léo Ferré o Carlos Gardel…   

No quisiera terminar esta nota crítica sin subrayar el extremo cuidado del poeta en la dicción. Emplea un vocabulario culto y clásico, de expresividad germinal, capaz de añadir al poema una atmósfera de sensaciones, la constatación de un tiempo en crisis donde es necesario apretar el paso y picar espuelas, huir del galopar de tantos jinetes sin cabeza.