La fotografía la sacó Dominique Lange, en julio de 2014, en el desierto de Atacama (Chile)
César Nicolás ha añadido una foto nueva.
23 de mayo de 2017 en Facebook
MigUeL SáNCheZ-OSTiZ O LaS LeCTuRAS dE uN cOnVaLeCiENTe _________23 de mayo.
Por fin, a sorbos (y como un convaleciente, a ras del suelo, porque la poesía, por buena que sea, soy todavía incapaz de leerla; necesito evadirme, antes voy y me escapo a ver una película, deseo mundos de ficción) leo unos viejos diarios de Miguel Sánchez-Ostiz, a quien transito desde hace ya bastantes años, aunque de forma parcial y poco seria, muy a salto de mata. De su obra __amplísima: deja un día su despacho de abogado en Pamplona y se pone a escribir hasta hoy__ sólo conozco en realidad algunos (y aun pocos) de sus diarios, amén de artículos sueltos leídos de casualidad en la prensa.
Pero su escritura me resulta cuando menos auténtica, unida como va a una composición y unas formas, unos significantes y un estilo que me atraen. Y al hombre que es o que por lo menos compone en sus diarios (por real o imaginario que lo consideremos al conocerlo tan sólo a través de las palabras) le veo con una independencia tan radical como la mía; quiero decir: con esa distancia y lucidez (insólitas en nuestro país) que acompañan a los mejores. Y en su caso con una honestidad y coherencia que le honran, pues llega a denunciar con puntería esos lugares irrespirables que hoy forman, incluso institucionalmente, la política y los partidos, las familias y los clanes, las fratrias y patrias de cualquier índole, con las relaciones de poder a la postre nauseabundas que en todos los ámbitos sociales acaban por generar. Contemplar a Miguel Sánchez-Ostiz como un escritor de denuncia no es exagerar: es coger el toro por los cuernos. Denuncia que se halla también presente en los diarios, igual que en los artículos.
Me agradan pues sus reflexiones. Ésas sus crisis y «rumias» continuadas. Sus amarguras y estados saturnales, sus humores o sus alegrías, ciertos instantes únicos y dichosos, ese hablar de la meteorología al tiempo que del termómetro sutil de un cambiante estado de ánimo __aunando de manera sólida y en unos pocos y rápidos trazos lo psicológico y lo estético, lo histórico y lo intrahistórico, lo crítico y lo moral. Y es que todo se modula aquí en una «durée» psicotemporal. Y desde una temporalidad básicamente narrativa; en rigor, lejos de estar ante un producto heterogéneo __como sucede en ciertos diarios, que mezclan géneros y formas y hasta experimentan__ en los de Sánchez-Ostiz estamos sustancialmente ante un relato, no sé si decir a la manera clásica, porque los dietarios tienen no pocas ramas y vertientes, y los suyos (que van mutando, como el hombre mismo) no se hallan exentos de ciertas polifonías. De modo que prima de un modo u otro lo narrativo, por mucho que ese «continuum» temporal se disuelva o fragmente en una serie de archipiélagos y momentos discontinuos, como hace siempre el diario.
Quiero decir que estamos ante un autor (figura, no se olvide, simbólica, y en buena medida imaginaria, mediada, construida siempre por el lector) que consigue interesarnos no sólo por su lenguaje, sino su persona, que guarda semejanzas, pero que es muy distinta al cabo de la nuestra. Y con la persona vemos emerger y subrayarse el estilo __la personalidad__ porque «el estilo es el hombre», como decía aquel otro.
Añádase la particularidad en Sánchez-Ostiz de que esa «persona» o «personaje» que narra en primera persona y se convierte en protagonista y aun asunto mismo del libro no es cosa fija __esto puede comprobarse con el transcurso del tiempo, en ese sucederse de sus diarios. No estamos ante una máscara más o menos verosímil creada para gustar a un público y tenerlo fiel y satisfecho. Menos, ante algo convencional o impostado y con grandes porcentajes de invento o estereotipo, moldes retóricos y compositivos de lo autobiográfico que tienden de un modo u otro a lo ficticio y que tanto abundan.
Al contrario. Hablaba antes de esa duración, plastificación de lo temporal y contingente que tan unida va a la novela: como en Montaigne (que empotra un autorretrato en el discurso ensayístico, asunto autobiográfico que queda encabalgado con lo reflexivo y se desliza sobre él y progresivamente lo modifica, incluso formal y artísticamente), asistimos también aquí a un flujo, una temporalidad, conciencia de un devenir que es de raíz heraclitiana y a la postre también cristiana y estoica. Asistimos pues a un proceso, a una evolución, más o menos rápida o lenta, pero marcada y continua: vemos cómo el autor cambia y se va modificando. Y con la persona, al mediar períodos amplios de tiempo, vemos modificarse también a los diarios: de los primeros a los últimos __pasando por los del medio__ se producen cambios a su vez temáticos y compositivos; los diarios últimos, más reconcentrados, parecen despojarse hasta de las lecturas y las citas que caracterizaban y daban lustre y riqueza a los anteriores, sin que en apariencia se hayan mudado las circunstancias ni cambiado mucho la vida del escritor.
Los adláteres del grupo literario de la «experiencia», en sus tiempos más trepas y belicosos __allá por los 90__ ponían a Miguel Sánchez-Ostiz a veces en sus listas, pero él hizo siempre oídos sordos y nunca picó ni se reconoció en esa pandilla, que resultó ser al cabo un tanto turbia y mafiosona. Al contrario: a este escritor no le van los grupos ni las sectas, ni siquiera las literarias, y confiesa a menudo su ineptitud para prosperar en ese mundillo, sintiéndose incapaz de hacer esa carrera de «éxito» y en realidad sociopolítica a la que muchos aspiran y que a algunos nos produce náuseas. Y a la que él __que pudo__ acaba renunciando, para refugiarse ya a mediados de esa misma década en la soledad de una casa en el Baztán o bajo la luz líquida de esa costa vasco-francesa que, de Bayona a Fuenterrabía, Barthes pondera a menudo y yo amo también.
Miguel abandona Pamplona, declina venirse a Madrid y acentúa por contra sus paseos campestres ( «Promenades» que a su vez me devuelven a Rousseau y a mí mismo, con más o menos botánica y ornitología). Y explora en un preciso y hasta precioso vocabulario, como el coleccionista; sensibilidad lingüística la suya que tiene acusados relieves y con la que hay que estar atento, ojo avizor, porque leyéndole saltan de repente vocablos para paladear, como cuando en una ensalada rica irrumpe de pronto el apio o el dátil o el perejil, o tal vez es el mango salpicado con unos granos deliciosos de granada. Hallazgo, sorpresa y finura, porque ese antiguo vocablo se repristina, fulge un instante ante los ojos, resuena ya en nuestros oídos y tiene un no sé qué de neologismo y aun de nueva e insólita creación verbal __»Dios está en los detalles», decía aquel fabuloso arquitecto alemán que dejó la Bauhaus acosado por el nazismo.
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En fin, que ando leyendo de forma ahora digamos continuada «La Casa del Rojo». Antes, hará unos quince años, lo había hecho a saltos, de modo que también puede decirse que al hacer esto releo, y que lo hago para mayor lujo y placer.
Llevo más de doscientas cincuenta páginas y el libro, aunque a ráfagas (y pese a lo torperas que ando: incapaz de leer poesía, insisto, y con eso ya está todo dicho todo), el libro, digo, parece que funciona. Es más, me imanta y hasta ha encendido mis motores, porque he cogido el lápiz y anotado cosas en esos papelines recortados y destinados a apuntar lo doméstico que tenemos en la cocina. Y ante la falta de papel como Dios manda, la he pedido a la asistenta que si sale a por algo traiga recado de escribir.
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Miguel Sánchez-Ostiz, aparte de novelista, se me antoja como uno de nuestros mejores diaristas de las últimas décadas. Tanto o más que Andrés Trapiello, que con el tiempo ha ido engordando demasiado sus diarios, sacándolos barriga, escorados en su caso hacia lo puramente narrativo, ampliándolos, dilatándolos innecesariamente, quitándoles variedad, lírica y menudillo, hasta perder buena parte de su primitiva magia. Este libro que leo no se da en cambio mucha importancia, pero tiene garra, estilo y sensibilidad, y con muy poco (con un espacio y un mundo recurrentes y ciertamente muy reducidos: «Mi pequeño mundo, mis cuatro cosas», dice en efecto su autor) consigue interesarte, asunto por cierto difícil, aunque a veces a Sánchez-Ostiz le pierde lo histórico, la actualidad, las simples noticias del momento, que parecen importantes, pero que enseguida van y se vuelven viejas y se nos enrancian.
¿Hablaremos un día de Eduardo Moga, cuyos viajes y diarios han captado también mi atención en los últimos años?
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Lectura equivale a relectura. Si se mira, para volver a andar por los caminos del lenguaje, recurro a «La Casa del Rojo» y me pongo también unos pantalones viejos (pantalones de «mielero», como diría el propio Sánchez-Ostiz mostrándonos los suyos) y una botas literarias que ya estrené hace mucho y ahora enseñan arrugas, marcas de lápiz, dobladillos en la esquina de la página, hebras de tabaco rubio (por aquel entonces yo fumaba mucho) o un cabello fugaz y seguramente nuestro, que de repente se yergue como una culebrilla y nos hace una interrogación sobre el tiempo y la vida puesto sobre las letras y el papel.
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«La Casa del Rojo» no es sino un diario escrito entre 1995-1998 que gira sobre la vivienda comprada entonces por el escritor en Zozaia, en el Baztán, cerca de la raya de Francia. De manera que yo, que hace años viajé por esos parajes haciendo continuos zigzags por la frontera, que contemplando a aquellos hombres barbudos y solitarios meditar o pescar ante paisajes agrestes e increíbles bajé del pico del Oso y por Laruns y Bielle llegué hasta Pau (maravilla, ¡aquello era como en el Romanticismo, todo se conservaba casi igual que en el siglo XIX!) y por Ascain hasta la bella y misteriosa Bayona… Yo, que haciendo luego dédalos y tortuosas sendas barojianas visité Vera y Sare y Cambó y Etxalar (porque de Baroja uno se lo ha leído casi todo, incluidos los articulejos que publicaba en los periódicos) y me interné por carreteras solitarias y dormí en algunos de esos pueblos que constituyen el territorio del autor, me veo ahora abriendo esa Casa del Rojo batida por formidables vientos y con su sempiterno olor a humo. Camino de Vera pasé un par de veces a su lado. Y al ir las yemas de mis dedos de una página a otra y errar mi imaginación de nuevo por aquel paisaje, recreando sus detalles, su atmósfera y topografía, sólo que ahora a través de la palabras de Sánchez-Ostiz, parecen encenderse un poco mis bombillas, mi pobre memoria y mi fantasía, y me siento mejor.
La buena literatura tiene eso: que nos absorbe y pone en marcha y hace cuando menos imaginar __crear. Como receptores ciertamente nos eleva, y la verdad es que nos afina y nos cura, lo cual es de muy agradecer. (Aristóteles a esto lo llamaba creo que catarsis).
Máxime si nos transmite de paso (puestos en primer plano) un asunto de formas, de significantes, y con cierto relieve, provocando una experiencia imaginativa y estética que en las obras de arte o al menos con cierto estilo verbal se vuelve única e intransferible, pues esa experiencia estética la construye a su vez cada lector __eso, aparte de que nos multiplicamos, pues vivimos intensamente otras cosas y otros otros que hay dentro o fuera de nosotros mismos.
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Reparo en que al dejar de escribir crítica (como protesta, y por razones políticas y sediciosas) abandoné o dejé en el tintero las investigaciones sobre los géneros autobiográficos que llevaba en curso y en las que andaba metido a principios de los años 2000. Pienso pues y de nuevo en ese imaginario, metáfora autobiográfica que tiene que ver no poco (según los teóricos) con los reinos movedizos de la memoria, que tienden aun sin querer a la transformación. Y en definitiva, con todo lo que atañe a la imaginación y la ficción, por muy históricos o «reales» que estos géneros autobiográficos nos puedan parecer, pues como la propia novela en primera persona __de la que derivan__ gozan de un poderoso «efecto de realidad».
Yo mismo, al tratar de esclarecer con el recuerdo las rutas que por esa Navarra y esa Francia, País Vasco de ambos lados y esos Pirineos hice en mi viaje de hace ahora ocho años, ocurre que me hago un lío y se me cruzan unos tiempos y lugares con otros: surgen así fogonazos, momentos imborrables, ciertas imágenes y destellos de extraordinaria nitidez, llenos de matices y con asombrosos detalles: me veo de repente conducido por Carmen en el descapotable rojo y cruzando por una carretera mínima, interminable y enteramente sinuosa (íbamos descapotados; el avance era lento y solemne, y a veces nos bajábamos a contemplar) tras ver el Parque Natural del Señorío de Bértiz: tarde de sol plateada y espléndida, en lo más profundo del Baztán, hasta empalmar de nuevo con la nacional a la altura de Urdax y Zugarramurdi y caer entonces un oro líquido sobre nosotros, y entrar de nuevo por Dantxarinea a Francia, hasta escuchar los golpes que rítmicamente daba la pelota en el frontón de Ainhoa a la caída ya de la tarde, lo que me hizo recordar a mi abuelo materno, Félix Rubio, que fue un notable jugador de pelota y disputó a los navarros la final del campeonato de España con la selección de Castilla en los años cercanos a la Primera Guerra Mundial. Cayeron en Pamplona con honra ante los ases de la época, y mi abuelo, durante un tiempo, se convirtió en jugador profesional.
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Miguel Sánchez-Ostiz tiene una prosa poco común y pienso ahora que, para los tiempos que corren, estupenda. Yo ando disfrutando con su tono y esos altibajos emocionales suyos. Le invitan a cenar a la Moncloa con Aznar recién entrado en ella y rechaza la idea porque entiende que no tiene los pantalones adecuados para tan alta ceremonia, amén de que no sabe de qué puede hablar en realidad con el presidente del gobierno (y más con esos platos tan horteras que ponen allí a los comensales, con el escudo nacional en medio, según nos cotillea el propio Trapiello, diarista que en cambio picó con esa invitación y fue a cenar a La Moncloa con el bueno de José María, pero para avergonzarse y aburrirse).
No sólo eso: a lo largo de su trayectoria Sánchez-Ostiz consigue premios y reconocimientos. Se le puede considerar como un escritor de relativo éxito __pero él se ve a sí mismo como un fracasado que interesa a muy pocos. El mundo literario le aturde y decepciona __pero en cambio se muestra exultante ante un paseo, unas buenas anchoas, un vino o una conversación. Lúcido e insatisfecho: como hortelano, le vemos también quejarse de sus propias cosechas: esas hortalizas, ay, están insípidas, se echa en falta el abono… Y todo así, porque por la mañana, al cabo de trabajar en «La flecha del miedo», pasa en pleno invierno a faenar en el jardin, dando cuenta minuciosa de su actividad. Qué tipo.
Grosso modo, compartimos aficiones y aun sensaciones vitales. Amén de que posee una cultura fina y hasta sofisticada, porque conoce bien la literatura francesa y a muchos de los grandes escritores autobiográficos (De hecho, nos conocimos en Córdoba durante un congreso sobre los géneros autobiográficos celebrado en otoño de 2001, y cenamos una noche junto a otros amigos. El escritor navarro, de quien este ignorante no había leído nada, me llamó de inmediato la atención, por su simpatía y lucidez. Carecía absolutamente de arrogancia, algo que es raro en los hombres de letras).
A todo esto se añade una óptica y sensibilidad muy barojianas que amo. Y una forma de vida aislada en la naturaleza __a lo Robinsón__ que yo mismo cultivo, pues soy cuando menos jardinero de Majalhorno, aunque comparado conmigo Miguel sea un todo terreno y hasta un tractor y desbrozador poderoso, visto que trabaja como un mulo no ya escribiendo (tenemos la misma edad, y él ha publicado más de sesenta libros, y yo pues pienso ya que ninguno y aun que los he abandonado todos, Bartleby), sino que labora y hace de todo y penca de lo lindo a lo que vemos en sus diferentes casas.
Le veo ir de una en otra por su pequeño territorio franco-navarro y en esto también hacemos igual, giróvago como soy entre la que tengo en Cáceres, la de Gredos y la de Madrid. Quiere decirse que además de ser un buen cocinero, Sánchez-Ostiz empuña si es preciso el pico y la pala y se trabaja esas casas suyas a conciencia, mientras Pla, por ejemplo, con absoluta «nonchalance» __fuera por solterón y tacaño o por cultivar una elegante indolencia, pero en cualquier caso mucho más perezoso__, dejaba entrar las goteras en la mismísima biblioteca de su masía y quizá alguna vez hasta en su propio cuarto de dormir. (Siquiera sea para que te paguen los editores __nos diría__ viendo tus penurias, y tener de paso algo dramático que contar.)
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Viene esto muy a propósito. ¿Cuánto tiempo me habrán llevado a mí preparar la casa y el jardín de Majalhorno, en las faldas de Gredos, sobre el Valle del Tiétar, y ello desde 1995 en que compré también la finca? Y eso a pesar de ser ya un jardín digamos maduro, puesto que el sotobosque y la cabaña estaban hechos por María Revenga, pintora del 27 que fue su dueña y tenía a uno del pueblo al cargo de todo, porque en Majalhorno hay hasta que regar y que segar y que…
Ni se sabe. Sólo la creación de la cocina partiendo de una digamos leñera me llevó un verano entero, pero fue obra que valió la pena, y no me arrepiento.
Y es que en todo ese lapsus de tiempo __más un mantenimiento que todavía continúa__ podíamos haber escrito al menos cinco o seis gruesos volúmenes, grandes y pesadísimos tochos (dicho con tono estudiantil). Tochos a los que renuncié, desde luego, igual que a una cátedra en Cáceres no querida por mí. Y a la que planté solemnemente al pie mismo del altar, cuando todos me empujaban a una boda de conveniencias…
En cambio me puse a cultivar azaleas, dalias y hortensias, girasoles, una gran variedad de flores y de arbustos… ¡Y con notable éxito! Llena de desinterés y de belleza, una naturaleza pródiga me ha devuelto el triple de lo que la di, y mira que estoy en un lugar cada año más seco y caluroso.
Labor que me serenaba más el alma que aquella piara universitaria de la que al cabo me fui alejando, y que acabó por quedar sin sentido, en una facultad fantasmagórica y hoy casi vacía…
Por lo demás: yo soy uno de esos que fracasan y se pierden por completo en la vida contemplativa, bajo el pretexto de azacanear en no sé qué…
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(Olor a humo … Los diaristas buenos dan a todo esto precisas notas olfativas: si Gorritxenea, la nueva «Casa del Rojo», dice Sánchez-Ostiz que tiene desde el primer día un persistente olor a humo, en clave ahora reticente e irónica recuerdo aquel olor a maderas quemadas __pero frecuente alrededor de su masía__ en el que insiste el propio Pla a lo largo de sus dietarios. Olor que se manifestaba según soplase el viento y fuera su dirección, y que provenía de una corchera que había en la zona, corchera seguramente contaminante, pero que él __dandy, payés y en todo sumamente exquisito__ prefería no nombrar. Y aludía a ese olor con cierto misterio y cierta coña, pero sin dejar claro su origen).
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Siento a todo esto profundos deseos de evadirme, pero la realidad del escritor navarro __problemática y no muy distinta de la mía; somos unos disidentes y estamos lejos de cualquier clase de poder, secta o pandilla__ es también muy complicada. Está claro: algunos iremos siempre a contrapelo, incluso por pura vocación filosófica, se diga socrática o sofista, crítica, cínica o escéptica…
Habrá que humorizar, desde luego. Aunque sea amargamente. Y cuanto más, mejor.
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No somos sino lo que leemos. Que me pregunten no por lo que escribo sino por lo que leo __diríamos parafraseando a Borges.
Tras «La Casa del Rojo», ¿tendré que retomar a Chandler? (del que me he hecho por cierto con nuevos volúmenes en una librería de viejo) ¿O habré __paralelismos y diagonales sutiles__ de continuar con la lectura ahora urgente de «Las pirañas»? (Novela del propio Sánchez-Ostiz que se acaba de reeditar y de la que José Antonio Llera me hablaba hace poco de forma muy elogiosa, mientras comíamos en un restaurante que a su vez me descubrió, no lejos del Retiro, en la calle O’ Donnell: «Esa novela tienes que leerla __me dijo__ y ya verás: es la mejor de todas las suyas».)
Eso, aparte de la paliza que, a manera de premio, y sólo por escribirla, recibió posteriormente su autor. A esa paliza __coz de un mundo estúpido y bestia__ hace todavía referencia en diversas líneas de «La Casa del Rojo», que llevo a estas alturas camino de terminar, pese a la desgana y situación tan dolorosa en la que me encuentro.
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Diagnóstico: entre enfermo y convalenciente, tratando a todas luces de evadirme de la realidad.
Y así y todo, feliz y agradecido si consigo leer y escribir al menos un poco, aunque sea al hilo si se quiere tosco y desgarbado de unos diarios que muestran no obstante un mínimo de sensibilidad y contienen hasta pepitas, vetas de lo poético, lo que no es poco.
La poesía que amamos requiere en cambio tal afinamiento de nuestro violín espiritual, tal temperatura íntima, un compromiso tan profundo para empezar con sus formas que, al igual que la tragedia, no podemos leerla sino cuando estamos inspirados y rebosantes de salud. Y eso, contando además que, cuanto mejor, más huye, más se nos escapa, más anímula e hipsipila.
(Caramba… María Salgado, Sonia Bueno, Cecilia Quílez, Alejandro Céspedes, Julio César Galán, José Luis Torrego, Vicente Luis Mora __¿prosigo?, esto es ya una lista tremenda__ me han enviado sus últimos libros, algunos desde hace un siglo, y este idiota va ahora y se nos deprime y ni siquiera les puede contestar, el muy capullo, lleno de abulia y de pereza. Y sale encima con Sánchez-Ostiz. Pues qué).
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César Nicolás, texto perteneciente al libro inédito «Meteoritos», diarios de 2017.
[En la imagen, Miguel Sánchez-Ostiz. Foto de autor desconocido.]